Darwilson Sequera de 20 años fue asesinado en una ejecución extrajudicial en junio de 2013 por funcionarios del CICPC
@ValeriaPedicini
Una parte de Aracelis Sánchez dejó de existir el día que su hijo murió. El ama de casa que apenas salía de su hogar, centrada en atender y cuidar a su familia, quedó atrás. Dejó de ser aquella mujer cuando funcionarios policiales irrumpieron en su casa, persiguieron a su muchacho hasta la azotea y lo balearon.
Su historia no es una historia de un solo día.
Todo empezó en abril de 2013. Un día regresaban a casa y encontraron dentro de su vivienda en El Valle, en el sudoeste de Caracas, a varios policías manipulando su computadora y documentos. No hubo explicaciones ni orden de registro. Hizo la denuncia ante la Fiscalía 127 y le dijeron que se quedara tranquila.
Un mes después, los efectivos volvieron y le dieron una paliza en la calle a su hijo Darwilson, de 20 años. Ella lo defendió y en respuesta la amenazaron con matar a sus otros hijos si no les daba dinero.
La extorsión duró varias semanas. La familia tuvo que huir, dormir en su carro, vender electrodomésticos. Aracelis acudió al fiscal e hizo una nueva denuncia, esta vez, por extorsión. El funcionario le aseguró: “A usted no le va a pasar nada”.
La mañana del 11 de junio tocaron con fuerza su puerta. La despertaron gritando “helado” y cuando ella abrió un policía vestido de negro le apuntó con un arma larga y la amenazó con dispararle. Ella cerró y corrió gritando al interior a avisarle a su familia.
Los funcionarios del Cicpc irrumpieron mientras Darwilson y su hermana de 12 años iban subiendo a la azotea; abajo quedaron la madre, el padre y el hijo mayor abrazados y desde allí oyeron los balazos. La niña aseguró que su hermano buscó refugio saltando entre los techos y se resguardó en una cuneta.
Según el examen forense, el joven pudo haber estado de rodillas cuando recibió los disparos mortales.
Cerca de 30 policías participaron en el operativo y cuando arrastraban a Darwilson lanzaban ráfagas y ordenaban a gritos que nadie saliera de su casa. Apenas se despejó la zona, Aracelis se lanzó a los callejones aledaños buscando a su hijo, hasta que su esposo la subió al vehículo y fueron al hospital de Coche. Cuatro días más tarde le entregaron el cadáver en la morgue del hospital a donde había acudido inicialmente. “Dejaron que su cuerpo se descompusiera”. Tenía tres orificios de bala, uno de ellos fue un tiro de gracia.
“Yo debí salir a defenderlo”
Si piensa en quién era en 2013, Aracelis no puede evitar reprocharse a sí misma por no haber sabido cuáles eran sus derechos, los de su familia, los de su hijo. Si hubiese sabido, no se hubiera quedado paralizada por el miedo cuando mataron a Darwilson.
“Yo soy una persona muy diferente, no me reconozco, era tan tímida, miedosa, a veces me culpo de que hayan matado a mi hijo, debí parármele a los policías, que me mataran a mí, no a él. Yo debí salir a defenderlo. Eso cambió mi vida”.
Pero la ejecución extrajudicial no fue lo único que la hizo cambiar, sino el enfrentarse al entramado institucional que pretendió distorsionar la descripción de los hechos.
“Una queda como en el aire, con ese dolor tan grande, desorientada; así estaba cuando fui a la División de Homicidios y me pedían que firmara un papel. Yo lo leí, y ahí decía que mi hijo tenía un apodo delictivo y que se había batido a tiros con el Cicpc. Querían obligarme a firmarlo. Dije que no, que lo corrigieran. Entonces arreglaron algunas cosas y me lo dieron de nuevo. Seguía escrito lo del enfrentamiento. Pedí que lo volvieran a hacer y cuando me lo mostraron, se molestaron: ʻ¿También lo va a leer, señora?ʼ, y yo respondí que sí. ¿Cómo podía confiar, si dos escritorios más allá había un funcionario que nos había estado extorsionando meses atrás?”.
Cuando su caso por fin llegó al Ministerio Público, se profundizó la injusticia. Ella preguntó cuál Fiscalía tenía asignado su caso y le dieron un dato equivocado. Le dijeron que no aparecía en el registro y los propios funcionarios le recomendaban que no siguiera con la denuncia porque los policías implicados eran muy peligrosos.
En la Fiscalía le dijeron que el caso estaba cerrado porque su hijo era un delincuente y no tenía ningún derecho. “Querían que me cansara”.
Después del maltrato reiterado y las presiones de la Fiscalía para que desistiera, Aracelis estuvo en shock. “Conseguí los teléfonos de varias organizaciones y llamé buscando orientación, pero nunca me devolvieron la llamada. Cuando veía en la calle a alguien con libros, pensaba que eran personas leídas y les preguntaba si sabían dónde me podían ayudar”.
Aracelis Sánchez es una de las fundadoras de Orfavideh. En su camino de hacer justicia por su hijo, conoció a otras madres que también querían lo mismo. Juntas empezaron a acudir a la morgue y la Fiscalía, en búsqueda de más familiares de víctimas de ejecuciones extrajudiciales.
“Preguntábamos, seguíamos pistas, íbamos a hablar con ellas, a decirles quiénes éramos, y por qué pensábamos que debíamos unirnos. Al principio mi esposo no quería que denunciara, porque temía que fueran detrás de nuestros otros hijos, pero cuando me vio decidida se convirtió en mi mayor apoyo”.
Ella ha constatado que la cantidad de denuncias por ejecuciones extrajudiciales presentadas ante las instancias de Justicia no es proporcional a la cantidad de casos. Es mucho menor, y sabe que el miedo es el factor primordial. A eso se suma el desconocimiento de las personas sobre cuáles derechos y recursos les asisten, así como las dilaciones y presiones institucionales para desalentarlas.
Para Aracelis, la red de contención, apoyo y ayuda de la organización ha sido crucial. “Hay que denunciar, pero también debemos acompañarnos. Una víctima sola es más fácil de manipular y nunca le prestan atención, pero cuando nos presentamos juntas, estamos pendientes de hacerle seguimiento a cada uno de nuestros casos, nos damos ánimo cuando alguien decae o quiere desistir, se nota la diferencia. Si no estuviéramos ahí, insistiendo, nuestros expedientes prácticamente no existirían, ni tampoco darían constancia de la injusta muerte de nuestros hijos”.
Ya nada queda de esa mujer miedosa y tímida. “Ahora mi carácter es más fuerte, muy determinado. Cuando veo la injusticia no la permito, me enfrento a quien tenga que enfrentar. He cambiado mi forma de vestir, de pensar, de peinarme. No podemos callarnos ni dejar que nos violen nuestros derechos. Aprendí que a estas personas no hay que tenerles miedo, hay que ir a la prensa, buscar asesoría, tener constancia. Yo ya no me puedo quedar callada. Yo decidí que nadie más me violaría mis derechos”.
N de R: El testimonio forma parte del informe “Víctima a víctima”, disponible en el portal de Cofavic