Raghida Naim tenía 33 años cuando decidió mudarse desde su país de nacimiento, Venezuela, al de sus raíces familiares, Líbano, invirtiendo el camino emprendido por sus padres y otros millones de libaneses desde mediados del siglo XIX, sobre todo a Brasil, pero también a Colombia, Argentina o la propia Venezuela. Era 1998, Líbano crecía a buen ritmo tras dejar atrás la guerra civil y Naim se adaptaba a comunicarse en árabe, la lengua que creció entendiendo, pero no hablando. Un día, le propusieron preparar comida venezolana para dar diversidad a una verbena local y montó un pequeño quiosco con arepas, empanadas y chicha. “Hice comida para tres días, pero el primero se acabó todo”, rememora en su casa en la localidad de Chouaifet El Aamroussieh, a las afueras de Beirut, levantada en el terreno sobre el que se alzaba la de sus abuelos.
Ahí comenzaron los pedidos a domicilio y de catering para eventos. Crecían tanto que en 2011 fundó oficialmente Doña Arepa, un negocio de comida venezolana que le obligaba a tener el congelador siempre lleno de empanadas y tequeños. Pero llegó 2019, quedó a la vista de todos que el rey de la economía libanesa estaba desnudo y el país entró en una crisis definida por el Banco Mundial como una de las tres más graves del globo desde mediados del siglo XIX. El coronavirus y la explosión en el puerto de Beirut dieron un año más tarde la puntilla al país, en el que hoy rige un corralito bancario y el Estado solo proporciona cuatro horas diarias de luz.
Como el resto de la electricidad depende de generadores privados que a veces saltan, Naim ya no se atreve a tener empanadas y tequeños congelados. “La luz se va tantas horas que se pueden dañar. Ya no los hago sino por encargo. Siempre le digo a los clientes que me avisen unos días antes y los preparo”, señala. Ha pasado también a marcar los precios directamente en dólares porque el tipo de cambio es tan volátil (la moneda ha perdido el 99% de su valor) que acababa “cambiándolos cada semana”. De todos modos, admite, muy pocos clientes piden ya las cantidades de antes y solo le quedan casi latinoamericanos que echan de menos los sabores de su tierra.
“Allá la pasaron muy mal muchos años. Ahorita están como que un poquito mejor. […] Ya se consiguen las medicinas. Antes no había nada, yo les mandaba medicinas de aquí, ahorita nos mandan de allá las que aquí no tenemos. Sí, ahora estamos peor que ellos”, admite Naim, que se ha planteado volver, pero se queda porque su marido ?que nació en Líbano y no habla español? rechaza la idea. La mayor de sus dos hijas planea ya cursar un máster en España.
Familias divididas
Su caso refleja el dilema que enfrentan los miles de venezolanos en Líbano, que suelen tener ambas nacionalidades. Algunos, como Naim, llegaron por motivos familiares o identitarios; otros, escapando del hundimiento económico o por oposición al chavismo. Y todos han ido viendo cómo el país que abandonaron mejora poco a poco económicamente mientras el de sus antepasados atraviesa un túnel que ofrece pocas esperanzas. En Venezuela hay unos 340.000 descendientes de libaneses, según cálculos de la comunidad. Hay caras conocidas en altos cargos como el fiscal Tarek William Saab o el hasta hace muy poco poderoso ministro de Petróleo Tareck El Aissami, de familia sirio-libanesa. En total, en el mundo alcanzan los 14 millones (el doble de la población de Líbano), como el expresidente de Brasil Michel Temer, el empresario mexicano Carlos Slim o la cantante colombiana Shakira.