La frontera entre Panamá y Costa Rica es porosa, casi inexistente, un alivio para los migrantes en su camino hacia Estados Unidos que, sin embargo, ya cargan a sus espaldas el peso del trauma por el reciente viaje por la selva del Darién, con violaciones, robos y muerte.
En algunas zonas de la localidad internacional de Paso Canoas es difícil distinguir si uno se encuentra en Panamá o en Costa Rica. Sin control de pasaportes o barreras, los migrantes llegan en autobuses al lado panameño y tras caminar unos metros ya pueden subir a otro vehículo que les llevará al norte, hasta Nicaragua.
Pero la facilidad del paso no parece relajar a nadie, que tras unas pocas semanas de viaje en su trayecto hacia Estados Unidos ya han sido maltratados una y otra vez, víctimas de mafias, restrictivas políticas gubernamentales o maleantes.
En ese intento de obstaculizar el avance de los migrantes, ninguna barrera como la selva del Darién, esa frontera natural entre Colombia y Panamá.
“Esa experiencia por el Darién es horrible. Allá roban, matan, secuestran, violan. Yo soy una víctima de violación. Eso no se lo deseo a nadie”, explica a EFE emocionada una mujer colombiana de 50 años, sentada en la estación de autobús del lado costarricense.
“En el grupo de 50 personas que iba conmigo, violaron a cuatro: violaron a una niña de 14 años, una como de 22, la otra como de 38 y a mí. (Los atacantes) nos dijeron que en cinco minutos había que subir una loma, allá en la loma pedían la plata, celulares (…) Entonces después de haber robado la plata y todo, nos separaron a nosotras cuatro del grupo”, haciendo descender al resto, detalla.
Su hijo que la acompañaba les rogó que dejaran a su madre. “No, mi mamá por qué me la dejan acá arriba. Bájenmela, bájenmela, dejen que ella baje conmigo”, les decía entre lágrimas. Le golpearon con un rifle para que callara, obligándole a marchar si no quería morir.
“A mí y a las tres muchachas nos dejaron ahí arriba en la loma, y como a la hora y media nos hicieron bajar, y nos dijeron ‘así como subieron en 5 minutos, en tres minutos tienen que bajar’ (…) Ya violadas, golpeadas. La niña de 14 años lloraba, gritaba, que no la violaran, que no la violaran, la niña era virgen. La peladita bajó toda ensangrentada y nosotros la ayudamos, la lavamos, la bañamos. Esa niñita… no sé si estará por acá”.
Dos de las víctimas de la violación era venezolanas y una tercera haitiana. La colombiana, desplazada interna en su país después de que las guerrillas la despojaran de sus tierras, aseguró que tras llegar a Bajo Chiquito, la primera población tras abandonar la selva, distinguió allí a tres de los atacantes. No se atrevió a denunciarlos, temerosa de que hubiera más colaboradores entre ellos.
“No sé si ellas fueron al médico (en el poblado), yo sí fui porque estaba muy dolorida, me golpearon las piernas y todo. Yo aquí donde estoy, estoy enferma”. Ahora espera obtener asilo político en Panamá o Costa Rica, incapaz de seguir hacia Estados Unidos.
Con frecuencia, cuando tienen la oportunidad, los venezolanos se sitúan frente a las cámaras de los medios de comunicación para advertir a sus compatriotas de los peligros de la selva, rogándoles que no cometan sus mismos errores.
El joven Carlos Alberto Sánchez, de 23 años, mira directamente a la cámara, dirigiéndose a los suyos a miles de kilómetros de distancia: “Mi hermano venezolano, lo que le puedo decir de corazón es que no se traigan a sus hijos, si van a venir, vengan solos”.
“Vi con mis propios ojos cuando una niñita se le soltó a su madre (…) se le soltó el canguro y se golpeó con una piedra en la cabecita y se mató. (También) íbamos caminando río abajo, y una haitiana, de unos 36-40 años se ahogó, y el marido más adelante se ahorcó y mató a la niña”, detalla.
Además les robaron, les “secuestraron”. También “a una chama la violaron, llegó al refugio de los indios llorando, que la habían violado”.
A su lado, el panadero Carlos Alberto Suárez, de 35 años, insiste. “La verdad, le digo a todos nuestros hermanos venezolanos que no vale la pena traerse a su familia por ese riesgo”.
Suárez relata el caso de una madre que encontró una tienda de campaña abandonada y la utilizó para guarecer a sus hijas. Las metió dentro, mientras iba al río a por agua. Al regresar, estaban muertas.
“En la carpa había una culebra enrollada y (la madre) no se dio cuenta”, explica el venezolano, que asegura que fue testigo de lo ocurrido, al igual que vio “muchos muertos” por la selva.
Con los pies “reventados” por la caminata, ahora solo desea proseguir el viaje hacia Estados Unidos, haciendo “lo que sea factible para poder ingresar”, desde la opción “legal” solicitando el permiso por adelantado desde México, hasta intentar entregarse a migración para “ver si pasa o lo deportan a uno”.
Solo en los primeros cuatro meses de este año más de 127.000 migrantes que se dirigen a EE.UU. llegaron a Panamá tras cruzar la jungla, un número seis veces superior al mismo periodo de 2022, que cerró con la cifra récord de más de 248.000 personas en tránsito.
Se espera además que el intento de alcanzar suelo estadounidense aumente a partir de este jueves, al dejar de estar en vigor el Título 42, una normativa implantada bajo el mandato de Donald Trump (2017-2021) y que permitía deportaciones en caliente con el pretexto de la pandemia.
Roberth Barquero, gestor de movimiento humano de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) en el lado costarricense de Paso Canoas, explicó a EFE que están cruzando a diario desde Panamá entre mil y 1.500 migrantes, lo que supone “un incremento sumamente mayor al del año pasado”.
La joven madre venezolana Luissiannys Nuñez, de 18 años, da el pecho a su bebé apoyada en una barrera de la policía fronteriza. Está tratando de reunir “la plata” para seguir el camino con su familia.
La también venezolana Yelitza La Rosa lloraba porque no tenía dinero para continuar, incapaz de pagar los 32 dólares del billete de autobús para ella y su hija enferma de 15 años, a la que acompañaba una perrita blanca.
“A mucha gente como nosotros nos robaron en la selva, nos quitaron el dinero, no tenemos, no sé cómo haremos para salir”, explicaba a EFE esta maestra, que revende refrescos.
Horas después, la madre lloraba de nuevo, pero de alegría. Alguien le había dado el dinero suficiente para comprar los billetes de autobús. Mientras hacían fila para subir al vehículo, otros migrantes las despedían entre abrazos.
Ya en sus asientos, desde lo alto del autobús, se asomaron a la ventanilla. Lloraban de nuevo. No les permitían llevar a su perrita si no pagaban 30 dólares extra. Se bajaron.
EFE