La mujer está en la habitación matrimonial. Su marido, tras una hora de entrevista con los enviados de Adolf Hitler, entra lentamente y se para a su lado. La mira en silencio por un largo rato. Y con voz pausada, le dice:
Por infobae.com
–Vengo a decirte adiós. Dentro de un cuarto de hora estaré muerto.
–¿Por qué?
–Sospechan que tomé parte en el intento de asesinar a Hitler. Les contesté que no, pero fue inútil. Al parecer, mi nombre estaba en una lista en la que me consideraban futuro presidente del Reich. Ellos dicen que dos oficiales me han denunciado. Es el método que emplean siempre. El Führer me da a elegir entre el veneno o ser juzgado por un tribunal popular.
–Defiéndete… Elegí el tribunal.
–Es inútil. No llegaría a Berlín. Me matarían en el viaje.
–¿Cómo será tu muerte?
–Morderé una ampolla de cianuro.
Era el 14 de octubre de 1944, el más famoso mariscal de campo del ejército alemán Erwin Johannes Eugen Rommel, de 52 años, se repone de algunas secuelas de heridas de guerra en su casa de Herrlingen, un suburbio de Ulm, en Baden Wuerttemberg. Lo acompañan Lucie, su mujer, y Manfred, su único hijo.
Su casa está siendo vigilada por miembros de la temida SS, hace varios días. Él lo sabe. La mañana anterior recibió una llamada del Cuartel General Central de Berlín, que le indicó que su destino ya estaba sellado:
–Mañana lo visitarán los generales Whilhelm Burgdorf y Ernest Maisel, del Estado Mayor General.
Al mediodía del que sería el último día de su vida, los hombres llegan con sus uniformes en un coche oficial de la Wehrmatch: las fuerzas unificadas de la Alemania nazi.
Entran a la casa, lúgubres, serios. Saludan a Lucie y a Manfred, y se encierran con Rommel en una sala. Los hombres llevan dos alternativas enviadas por Hitler: o se suicida y es enterrado con honores como heroico mariscal; o es detenido y condenado a muerte mientras que su familia sufre la deshonra y todos sus bienes son confiscados. La entrevista dura una hora. Salen de la casa y los hombres esperan a Rommel en el auto.
Sereno, luego de la despedida de su mujer y su hijo, Erwin toma su gorra, su bastón de mariscal, y sube. El chofer se dirige a Ulm. A doscientos metros de la casa, Burgdorf le ordena parar. Le dice con que salga del auto y vaya a caminar por la ruta con Maisel. Se queda solo con Erwin.
Unos minutos más tarde los llama a viva voz. Al llegar se encuentran con una escena estremecedora. El mariscal más poderoso y popular del Tercer Reich está encorvado, su cuerpo inerte, tendido sobre el asiento trasero. La gorra y el bastón han caído al suelo. El Zorro del Desierto ha muerto.
Un escueto comunicado oficial informa sobre el fallecimiento de quien había sido un héroe para los alemanes y el oficial más respetado y temido por ejército británico: ”Muerte por derrame cerebral”. No hay autopsia.
Hitler asiste al velatorio y es parte del impresionante funeral. No mira nunca ni a la viuda ni al hijo de su mariscal de campo. Luego, lo incineran y entierran las cenizas en Herrlingen.
El Führer ordena un día de luto nacional: la última farsa.
Rommel hjabía nacido en Heindenheim and der Brenz el 15 de noviembre de 1891, su carrera militar (1910 a 1944) empezó a los 19 años en la Primera Guerra Mundial, la de Movimiento en Rumanía e Italia, dos décadas de formación, y la Segunda Guerra Mundial combatiendo en Polonia, Francia, África, Italia, y Francia otra vez.
A diferencia de los más altos jerarcas del nazismo, aristócratas por nacimiento y dueños de grandes fortunas, Rommel era hijo y nieto de profesores de matemáticas: burguesía media. Sus maestros lo describían como “un niño muy dócil y amable, bajito para su edad, más afín a oír que hablar, amistoso, sin miedo a nada: el hijo que cualquier madre querría tener”.
Antes de cumplir 10 años demostró ser un superdotado. Se aburría en las clases, no le interesaba materia alguna, pero las aprobaba con excelentes notas, “y sin ningún esfuerzo”, según sus profesores. Durante la adolescencia, el niño manso estalló como una bomba. Esquí, ciclismo, andinismo, box y todos los deportes existentes. Energía continua.
Construyó con sus manos un planeador de tamaño natural y quiso ser ingeniero, pero su padre (que murió joven, en 1913) se opuso. Erwin, entonces, se alistó en el ejército. Un refugio obligado que lo modelaría como el Hombre del Destino, a pesar de servir con genio, sangre y fuego al mayor plan criminal de la Historia.
Pronto pasó de cadete a soldado, cabo y sargento, y en la Escuela de Guerra de Danzig (1911) conoció a Lucie Marie Mollin, hija de un terrateniente prusiano. Se casaron en 1916 a pesar del choque religioso: Erwin era protestante, y Lucie, católica.
Tuvo un matrimonio hasta la muerte, aunque un par de historiadores afirmaron que en 1913 vivió una ardiente aventura con Walburga Stemmer, una joven frutera con la que tuvo una hija: Gertrud Stemmer Pan. Y la investigación fue más allá: según los mismos historiadores, Walburga se suicidó en 1928 al saber que había nacido Manfred Rommel.
Dos años antes de la Primera Guerra Mundial, Erwin ya es un formidable instructor de tropas: pasión, capacidad didáctica, cuerpo incansable, y casi un asceta: no fuma, no toma alcohol –un alemán rara avis–, no frecuenta bailes y en todo momento se comporta como un caballero.
El bautismo de sangre le llegó el 22 de agosto de 1914 en la frontera franco–belga. Marcha sólo con dos soldados y un suboficial, descubre una patrulla de veinte soldados franceses acampados y abre fuego. Cuatro contra veinte. Mata a la mitad, y bate en retirada… sin bajas propias.
Un mes después, como enlace en solitario, se topa con una patrulla de cinco soldados franceses. Dispara. Mata a dos. Y en lugar de recargar su fusil, carga a la bayoneta contra los otros tres, que huyen.
Por esa acción gana su primera medalla: la Cruz de Hierro de segunda clase. Seguirían la Cruz de hierro de Primera Clase, la Cruz de Hierro con hojas de roble, espadas y diamantes, la Orden Pour le Mèrite, la Insignia de Asalto Panzer en Plata, y la Medalla de Herido, en Oro.
Condecoraciones ganadas siempre a su estilo: como una tormenta, como un rayo mortal cayendo sobre el enemigo aun en inferiores condiciones. Arrasando alambradas, trincheras, casamatas. Un estratega de inteligencia superlativa y de coraje suicida. Lo mismo en el llano que en la montaña. Y estrella en la célebre batalla de Caporetto, 1917, su debut en el frente italiano, rompiendo las líneas y tomando prisioneros a más de mil enemigos.
Pero Alemania capituló.
El Tratado de Versalles permitió que las fuerzas derrotadas se redujeran a cien mil hombres liderados por cuatro mil oficiales de elite: el pequeño ejército de la República de Weimar que debía crecer de la mano de un líder militar. Y ese hombre fue Rommel.
Se dedicó a eso en cuerpo y alma, y el primer día de abril de 1932 fue puesto al mando del Tercer Batallón del 17º Regimiento de Infantería de Montaña. Y en el desfile de la Pascua de 1935 se encontró por primera vez con Hitler.
No fue un encuentro cordial. Rommel se enteró que un pelotón de las SS, por seguridad, se formaría entre su batallón y Hitler, y el futuro Zorro del Desierto se negó a desfilar:
–Esto es un insulto. Si el Jefe del Estado no se siente seguro frente a sus propios soldados, no los haré formar –dijo, con temeraria firmeza.
El incidente bien pudo derivar en un duro castigo, pero Heinrich Himmler y Joseph Goebbels intercedieron. Las SS no formaron y Hitler felicitó a Rommel por su batallón y su actitud.
En 1937 ya se había convertido en el favorito del Fúhrer, y a la luz de su gran experiencia en combate publica su único libro: Infanterie greift an (La Infantería ataca), repetido en decenas de ediciones, traducido a varios idiomas y biblia guerrera de lectura obligatoria en infinitas academias militares del mundo. Hitler se transformó en su admirador y lector más devoto.
Fascinado por el mariscal, el jerarca nazi lo eligió como cabeza del batallón de su guardia personal. Así comenzaron a tener un trato casi a diario. La relación fue cada vez más estrecha. Y una influencia inicial sobre Erwin, casi enamorado de las supuestas virtudes del monstruo a partir de la invasión de Polonia. Rommel le atribuye a Hitler seguridad en sí mismo, valor personal, dotes de mando, capacidad de gestión, y una saludable tendencia a obedecer a sus impulsos contra las mentes más conservadoras de su Estado Mayor General.
Todavía no se había estrellado contra la obstinación irracional, los insólitos caprichos, los ataques de histeria, su desprecio por la vida de sus soldados ordenando misiones suicidas, su ignorancia acerca de las elementales leyes de la estrategia… y su infinita crueldad.
En un momento, el Führer le preguntó qué destino ansiaba, y Rommel no dudó:
–El mando de una división blindada. Tanques y carros de asalto…
El 15 de febrero de 1940, el Zorro alcanzó el cenit de su carrera: la Séptima División Panzer. Que sería llamada “La división fantasma” por la sorpresa, la velocidad y la destrucción con que ese Deutsches Afrikakorps se adueñaba de cuanto objetivo se propuso usando la letal técnica de la Blitzkrieg –la guerra relámpago–, y con su jefe al frente, muchas veces a riesgo de morir en combate.
Se avecinaban las célebres y sangrientas batallas contra el general británico Bernard Montgomery (Monty). La guerra del desierto para arrasar a los aliados en Libia, pero fracasar en la ocupación de Egipto y el puerto de Tobruk. Mucho más de lo que Rommel podía tolerar. Siempre liderando su Blitzkrieg, batió en retirada a los ocupantes y recuperó Tobruk: sus 33 mil defensores se rindieron.
Pero la sombra de la derrota y de su buena estrella fue el Alamein, a cien kilómetros de Alejandría. Rommel cayó con tanques, armas y bagajes. Se quedó sin gasolina –error de Hitler–, y los aliados, con la máquina Enigma, detectaron todos los mensajes secretos alemanes.
Ante el desastre y la segura masacre de sus hombres, Rommel ordenó retirada.
Hitler enloqueció y lanzó su eterna y delirante orden: la que no acalló ni siquiera cuando los aliados golpearon las puertas de su bunker:
–¡Nada de retiradas! –un aullido que condenaba a muerte a los suyos.
Así llegó el principio del fin. El Día D. La Operación Overlord. El 6 de junio de 1944. El mayor ataque por aire, mar y tierra de la historia moderna. Y ante esa ola apocalíptica, los peores errores estratégicos de Hitler. Nada pudieron hacer Rommel y sus blindados. La guerra, el sueño del Tercer Reich de los Mil Años, era sólo muerte y ciudades despedazadas.
En julio de 1944 se empezó a escribir el capítulo final de la vida de Rommel: la conspiración contra el Führer.
Algunos jerarcas nazis, ante la inevitable caída, decidieron matar a Hitler, nombrar en su lugar una figura sensata y relevante, e iniciar conversaciones de paz con los aliados como único modo de salvar a Alemania.
Todos los ojos se pusieron en Rommel. En ese momento, más popular en el país que el propio Hitler.
Y en ese punto empiezan los vaivenes. Rommel estaba harto de Hitler. Lo consideraba un inútil que había desatado “una guerra estúpida y brutal”. Un loco sin límite alguno. Además, no hacía mucho que se había enterado de la existencia de los campos de concentración y sus monstruosos métodos: doble razón para sacarlo del escenario.
El Zorro del Desierto había descubierto muy tarde la locura de Hitler. Y no se negó a ser el hombre providencial después de la caída de Hitler. Pero se negó a que lo mataran: quería que fuera encarcelado y juzgado.
A sus espaldas, el 20 de julio de 1944, durante una reunión en la Guarida del Lobo, cuartel secreto de Hitler en medio de un bosque, se concretó la Operación Valquiria. Su jefe, el coronel conde Claus von Stauffenberg, puso un maletín con dos bombas, debajo de la mesa y muy cerca de jerarca nazi. Pero Hitler se movió hasta un extremo, y la explosión no lo alcanzó.
Rommel no estaba. Tres días antes, mientras manejaba su jeep hacia el cuartel de Roche-Guyon, su vehículo había sido ametrallado por un avión aliado. Salió despedido y las heridas fueron de gravedad. En el instante en que los nazis buscaban castigar a los conspiradores frente a un pelotón de fusilamiento, Rommel luchaba por salvar su vida en un hospital, con cuatro fracturas de cráneo y peligro de perder un ojo.
Increíblemente se recuperó. Pero el Führer supo que formó parte de la conspiración, y ordenó su muerte.
La cápsula de cianuro lo estaba esperando.