El gran enemigo contemporáneo de la democracia liberal, definida como respetuosa de la ley, el Estado de derecho, el ejercicio de la pluralidad, ha sido el populismo redentor aderezado de electoralismo mesiánico
La democracia liberal moderna se ha venido extendiendo como referente (no consolidado) de las luchas políticas de las olas democratizadoras (Asia, África, Latinoamérica). La doctrina reconoce dos modelos tradicionales de democracia liberal:
I. El liberalismo republicano de los fundadores del sistema representativo, por encima a la democracia participativa. Como establece Madison, “por contener las amenazas de la mayoría, separar la ciudadanía de la política y seleccionar a las elites más capaces de gobernar en forma democrática y justa; donde dichas élites mediante elecciones periódicas y un sistema de contrapesos hacen que “la ambición controle la ambición”.
II. El liberalismo elitista y pluralista que ve la democracia como un sistema de competencia pacífica. Según Hamilton “por el poder diferentes élites, grupos y partidos luchan por obtener el voto ciudadano, como método político para tomar decisiones legítimas”.
El gran enemigo contemporáneo de la democracia liberal, definida como respetuosa de la ley, el Estado de derecho, el ejercicio de la pluralidad y la tolerancia para pensar, educarse, transitar, elegir, emprender, asociarse o ser juzgado debida, libre y responsablemente, ha sido el populismo redentor aderezado de electoralismo mesiánico, astuto y autoritario.
Despertar o morir
Los padres fundadores de la democracia representativa, James Madison y Alexander Hamilton, han alimentado una tradición liberal republicana; mientras los trabajos de Wilfredo Pareto (1848–1923), Gaetano Mosca (1858–1941), Robert Micheles (1875–1923), Max Weber (1864–1929) y Joseph Schumpeter (1883–1946) corresponden a un enfoque de una democracia representativa liberal de élites partidistas y movimientos sociales, que compiten por el poder. El primer modelo de democracia liberal es el sistema representativo de Estados Unidos, “quienes conciben la democracia liberal representativa como el mejor sistema para evitar la tiranía de la mayoría”.
La democracia representativa no fue diseñada para que la ciudadanía gobernara ni como una forma indirecta de gobierno del pueblo; por el contrario, fue creada para separar a la ciudadanía de las decisiones públicas y evitar su incidencia en las cuestiones de Estado. A contravía una narrativa seductora, redentora, promotora de la bondad colectiva y de una suerte de fe religiosa en un gran mesías del reparto, patriotismo, socialismo e inclusión, minó aquella oferta de poder concebida como aristócrata y excluyente.
Latinoamérica ha sido penetrada por el método del poder absoluto y totalitario concebido por el foro de São Paulo, donde el desprestigio de la representación de la voluntad popular fabricado por la narrativa de “bondad colectivista” ha socavado la democracia liberal –tanto censitaria como partidista–. Y ha dado paso peligroso, por artificioso, a la justificación de un Estado centralizador, planificador, interventor y gendarme.
Inspirado en Gramsci y su tesis de la cooptación de todos los sectores culturales de la nación (Revolución cultural del Libro rojo de Mao), esto es el adoctrinamiento, desmantelamiento de la fe, las instituciones, la academia, las fuerzas del orden, la justicia, la ley (en un prístino sentido reformista y ciudadano) y la identidad.
El método revolucionario chino, ruso y cubano introdujo no solo la lucha de clases, el poder proletario o el Estado central y planificador, sino además el sensible desplazamiento de la vida, la libertad, la pluralidad y la propiedad por ser esas virtudes, inalienables del ser humano, una amenaza “al ideal revolucionario, nacionalista, masivo, popular y partidista”.
Discontinuidad antropológica de la virtud
¿Por qué Latinoamérica, Asia Central y África han sido seducidas por este método ocupacional, nihilista y redentor? Entre otras cosas porque la democracia liberal no ha logrado preservar la confianza en el factor fundamental de representación; que no es solo rendir cuenta de los actos de poder, sino hacer percibir en los ciudadanos que la democracia les representa, les beneficia. Y, en efecto, la libertad que enarbola les resulta por inclusiva, funcional, apreciable y realizable.
Cuando existía una elite virtuosa preocupada por los intereses públicos de la nación, los individuos no resultaban egoístas, sectarios, privilegiados sino personas con capacidad de actuar y resolver en función del bien público. Pero cuando se apartaron de esa virtuosidad, el discurso separatista, disfuncional, caótico, tremendista, revanchista y guerrerista, fundamentalmente anticiudadano y contracultural, hizo estragos. Félix Ovejero lo llama la tesis de la “discontinuidad antropológica de la virtud”, donde a “los traidores” del bien público hay que castigarlos, defenestrarlos, liquidarlos. Freír sus cabezas en aceite…
Esta narrativa populista, violenta, maniquea y clientelar cabalga por las “venas rotas” de América latina. Lamentablemente aún no ha se ha podido reconstruir y relanzar el tejido virtuoso y noble de la democracia liberal, por carecer de un frente unitario organizado, articulado, coordinado e ilustrado que exhiba la urgencia de rescatar los conceptos clásicos que fundamentan el liberalismo moderno, como los son la familia, la pluralidad, la cultura, la diversidad y la tolerancia.
El Foro de Sao Paulo sigue su avance sin moros en la costa… Pero estamos a tiempos de despertar y relanzar, al decir Siéyes, la elección de los hombres virtuosos de la cosa pública, como base de la representación liberal. Con un sistema de pesos y contrapesos reales, que contenga las ambiciones de los tiranos. Y, como agrega Dahl, solo mediante el consenso (prerrequisito de la democracia liberal) garantizaremos la estabilidad democrática.
* Embajador de Venezuela en Canadá.
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