El año 1994 parece estar acá cerca, a la vuelta del almanaque. Y si lo que pretendemos es observar la evolución de la humanidad en cuanto a derechos universales parece increíble que lo que pasaba en Sudáfrica esté históricamente tan próximo. Porque fue en abril de ese año que Nelson Mandela llegó al poder en su país. Era la primera vez que todos los sudafricanos tenían derecho al sufragio sin restricciones y, también, era la primera vez que el presidente era una persona de color que representaba a la mayoría de sus habitantes.
Por Infobae
Hasta entonces, la gente blanca y la de color vivían en dos mundos diametral e injustamente diferentes: no podían casarse entre ellos ni aventurarse sin castigo a tener relaciones sexuales, no podían concurrir a las mismas playas, no compartían baños públicos, no podían asistir a clase juntos, no habitaban los mismos barrios. En los edificios, los accesos para unos y otros, estaban separados; en los medios de transporte, igual. Cuando ocurría un accidente y se llamaba a emergencias una de las preguntas típicas era: “¿De qué raza es el accidentado?”. Si la persona era negra, la ambulancia podía negarse a ir. Además, la gente de color debía tener su “carnet de paso”, un salvoconducto para sortear las áreas dominadas por los blancos.
Ser negro en un país mayoritariamente de raza negra, pero dominado por una minoría blanca, era una auténtica pesadilla. Y, aunque esto no estaba respaldado por el Commonwealth al que pertenece Sudáfrica, los políticos afrikáneres mantuvieron una férrea separación racial.
La llegada de Nelson Mandela lo cambió todo. O, por lo menos, fue el principio del fin de esa sociedad despótica y arbitraria. Lo hizo juntando, como pudo, los bordes de una grieta profunda y dolorosa. Y, también, perdonando.
Altísimo, dueño de una calma probervial, Madiba (así lo llamaban cariñosamente) fue acusado por el gobierno de terrorismo y puesto tras las rejas. Pero no se dejó ganar por el pesimismo y su contribución para calmar los ánimos caldeados le granjeó el Premio Nobel de la Paz en 1993. Galardón que compartió con quien era presidente de Sudáfrica, Frederik de Klerk, fallecido el pasado 11 de noviembre.
Los blancos que tanto le temían, terminaron por reconocer la sabiduría y la dignidad del nuevo líder que dirigió los destinos de su patria y salvó al país del infierno.
Se cumplen hoy ocho años desde su muerte. Buen momento para repasar su vida que duró 95 años, pero de los cuales pasó preso 27. Nada menos.
Un niño con nombre inglés
Nelson Mandela nació el 18 de julio de 1918 en Mvezo, una aldea en la provincia Cabo Oriental, en Sudáfrica. Su familia pertenecía al clan Xhosa y eran catorce hermanos. Su bisabuelo paterno había sido rey de Tembulandia y su padre, Gadla Henry Mphakanyiswa Mandela, era un jefe tribal que llegó a ser consejero del rey. Gadla practicaba la poligamia y tuvo todos sus hijos con cuatro esposas. La mamá de Nelson fue la tercera y se llamaba Nonqaphi Nosekeni Fanny. Sus primeros años vivió con ella y dos de sus hermanas. A los 5 ya se ocupaba de las ovejas y le decían Rolihlahla, que en su lengua tribal identifica a aquellos que son bochincheros.
Su nombre inglés, Nelson, se lo puso su maestra en el primer día de clases cuando él tenía solamente 7 años: “Miss Mdingane me dijo que mi nuevo nombre era Nelson. ¿Por qué ese en particular? No tengo la menor idea”, explicó cuando se hizo conocido.
Los padres de Nelson Mandela no sabían leer ni escribir, pero querían para su hijo una buena educación. Como devotos cristianos no dudaron en mandarlo a una escuela religiosa metodista de la zona. Su padre murió, cuando él tenía 12 años, como consecuencia de una enfermedad pulmonar y, entonces, su madre decidió que lo mejor para su hijo sería vivir en el palacio Mqhekezweni con el monarca que regía esos territorios. Nelson era muy inteligente y tendría un futuro más prometedor si era educado por él. Jongintaba Dalindyebo, se convirtió en su tutor y Nelson se crió con él y con su mujer Noengland y los dos hijos de la pareja: Justice y Nomafu.
Fue recién hacia fines del colegio secundario que al joven le comenzó a interesar la historia de sus ancestros. Convivía entre dos concepciones opuestas del mundo: el bando que consideraba a los Europeos buenos porque habían llevado la educación y el bando que sostenía que eran unos malvados opresores que pretendían dominarlos.
Terminado el colegio, en 1939, entró a la Universidad de Fort Hare. Esta institución de élite para la gente de color tenía capacidad para solamente 150 alumnos, pero su importante tutor lo ayudó a ingresar. Nelson se dedicó a estudiar inglés, antropología, política, derecho romano y administración nativa. Se volcó también a practicar boxeo y, para contentar a su costado artístico, se anotó en teatro y en clases de baile. Todo le interesaba y fantaseaba con la idea de ser consejero real.
La política mete la cola
Muchos de sus amigos estaban involucrados a fondo en el mundo de la política y formaban parte del Congreso Nacional Africano. Eran años candentes. Ellos buscaban la independencia total del Imperio Británico y una sociedad distinta. Nelson dudaba. Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial en 1939, con 21 años, se sentía más partidario de los británicos. Pero, al mismo tiempo, lo rebelaban las injusticias. Su amistad con Oliver Tambo, quien terminó siendo un importante político sudafricano y activista anti apartheid, fue crucial en el camino que tomaría Nelson Mandela. En 1940 ambos participaron de una huelga de estudiantes y fueron expulsados de la universidad. Su tutor, furioso, lo amenazó: si no volvía a la universidad para estudiar lo obligaría a casarse con su hija Justice.
Nelson decidió escapar del palacio y se instaló en la ciudad de Johannesburgo donde tuvo distintos empleos. En un estudio de abogados se hizo amigos de diferentes creencias y orígenes: blancos, judíos, ateos, de otras tribus… Su tutor lo terminó perdonando y él intentó completar sus estudios de leyes en Witwatersrand, donde era el único alumno negro.
En 1944 decidió involucrarse en política y fundó con sus amigos la liga juvenil del CNA (Congreso Nacional Africano). Su gran objetivo era combatir la discriminación del autoritario gobierno blanco. En octubre de ese mismo año se casó con la prima de Walter Sisulu, un compañero de la política: la enfermera Evelyn Mase quien también era activista. En 1945 nació su primogénito y, en 1947, tuvieron una beba que murió de meningitis a los 9 meses de vida. Luego vendrían dos hijos más.
Cuando en 1948 el Partido Nacional, abiertamente racista y que promovía el separatismo, llegó al poder, Nelson empezó a proyectarse como un verdadero político dentro del CNA. Comenzaron con boicots y huelgas para hacerse escuchar. En 1949 terminó abandonando la facultad, la política lo había absorbido totalmente. Y había seguido sumando amistades diversas de liberales a comunistas, de europeos a indios. Él tenía lugar en su cabeza para escuchar a todos.
El carisma de uno, los nervios de los otros
En 1952 participó en la Campaña Rebeldía, también denominada Campaña del Desafío a las Leyes Injustas. Constituía un llamado a la desobediencia civil en contra de esas disposiciones. Era una resistencia no violenta inspirada, nada menos, que en Mahatma Gandhi, el dirigente pacifista de la India.
Cada vez que Nelson Mandela hablaba en público convencía a todos. Sumó a miles de seguidores. Era tan carismático que los hombres blancos del poder se inquietaron. “Nuestra marcha hacia la libertad es irreversible, no debemos dejar que el temor se interponga en nuestro camino”, dijo Mandela con convicción.
Si bien no había terminado su carrera de abogado, los años cursados lo habilitaban a ejercer la profesión. En agosto de 1953, él y Oliver Tambo, instalaron el primer estudio de abogados negros de Sudáfrica y le pusieron sus apellidos: Mandela & Tambo. En el ejercicio de su profesión y por su activismo fue arrestado en varias oportunidades y encarcelado otras tantas. Lo dejaban salir con la promesa de que evitaría los actos políticos pero, por supuesto, Nelson siempre desobedecía. Las autoridades los tenían etiquetados como terroristas porque alteraban el orden. En 1956 fue arrestado y se lo acusó de “alta traición”. El juicio se realizó en medio de una impactante ola de protestas. Las autoridades para descomprimir el asunto lo liberaron bajo fianza.
Con Evelyn estuvieron trece años juntos hasta que, en 1957, se divorciaron. Ella era Testigo de Jehová, profundamente religiosa, no estaba para nada de acuerdo con tanta política y prefería dedicarse a hacer beneficencia.
Su segunda mujer, Winnie Madikizela, fue lo opuesto. Era una activista involucrada en la batalla contra el régimen racista. Se conocieron en Johannesburgo donde ella se convirtió en la primera trabajadora social de raza negra. Se casaron el 14 de junio de 1958 y tuvieron dos hijas quienes de adultas se convirtieron en diplomáticas.
En 1959 se armó otra asociación paralela al Congreso Nacional Africano, que se llamó Congreso Panafricano. Las dos organizaciones juntas comenzaron una nueva campaña de protestas contra los salvoconductos que la gente de color estaba obligada a portar para moverse dentro de su propio país. Los manifestantes quemaron sus pases de tránsito y el mal clima escaló hasta que el 21 de marzo de 1960 todo eclosionó. La policía terminó reprimiendo de manera brutal una manifestación pacífica, en Sharpeville, en la que 69 personas fueron asesinadas y otras 180 heridas. Ninguna de ellas estaba armada. Además, el gobierno mandó a detener a unos 18 mil manifestantes.
El escándalo y el horror sacudían los cimientos del país.
Mandela quemó entonces su propio pase en público y el gobierno decretó el estado de sitio. Las autoridades prohibieron todas las actividades de las agrupaciones y, bajo la ley marcial, Mandela y sus compañeros fueron arrestados.
Cuando las aguas se calmaron y se levantó el estado de emergencia, el juicio por alta traición que venía enfrentando Mandela quedó en la nada. Él decidió profundizar su lucha para terminar con la política separatista. Para ello debía pasar a la clandestinidad.
La lucha armada
La policía emitió una orden de captura en su contra, pero Mandela se las ingenió para hacerse pasar como chofer y viajó por todo el país organizando reuniones para una huelga masiva. Mandó a avisar al gobierno que muchos grupos anti apartheid más radicales que ellos podrían recurrir a la violencia.
En junio de 1961 sus propios compañeros le pidieron que liderara la lucha armada contra el régimen racista. Nelson, que estaba a favor de las protestas no violentas, terminó accediendo y organizó un grupo que se convertiría en el brazo armado del Congreso Nacional Africano, al que llamaron “La Lanza de la Nación”. Mandela quería que, en la medida de lo posible, las acciones que emprendieran no tuvieran como consecuencia pérdida de vidas humanas. Por eso apuntaba a atacar plantas nucleares, caminos o instalaciones militares.
Se lanzaron a la acción el 16 de diciembre de 1961 con una serie de 57 explosiones. Llegaron a tener 11.000 miembros.
El 11 de enero de 1962, bajo el nombre falso de David Motsamayi, Nelson Mandela escapó de Sudáfrica. Se desplazó por Egipto, Túnez, Mali, Sierra Leona y Senegal. También viajó hasta Inglaterra para buscar el apoyo de las organizaciones anti segregacionistas de izquierda. Volvió a Sudáfrica en julio del mismo año y poco después, el 5 de agosto, fue detenido en una redada callejera. Se cree que en su entrega pueden haber participado la Central de Inteligencia Americana, el Partido Comunista Sudafricano y hasta periodistas. Mandela no lo creyó así y adjudicó su arresto a un descuido propio.
Fue acusado de haber escapado del país sin permiso y de haber incitado a huelga. La sentencia fue de cinco años de cárcel. Un año después, durante el allanamiento a una granja, la policía encontró documentos del grupo fundado por Mandela. Empezó otro juicio que se denominó Proceso de Rivonia, en el que junto a otros líderes fue juzgado por sabotaje y por haber conspirado para derrocar al gobierno.
El fiscal llegó a pedir para él la pena de muerte. Ante eso, el 20 de abril de 1964, Nelson Mandela pronunció el que sería uno de sus discursos más famosos: “He peleado contra la dominación blanca y he peleado contra la dominación negra. He sostenido el ideal de una sociedad democrática y libre en la cual todas las personas vivan juntas en armonía con igualdad de oportunidades. Es un ideal por el que deseo vivir. Pero si fuera necesario, es un ideal por el que estoy dispuesto a morir”.
El prisionero 46664
El 12 de junio de 1964 Nelson Mandela y otros siete acusados fueron sentenciados a cadena perpetua.
Fue enviado a la prisión de Robben Island y alojado en la sección B, en una celda de 2,4 m de alto por 2,1 m de ancho. Dormía sobre una estera de palma y hacía sus necesidades en un balde. Su trabajo era picar piedra bajo la lluvia de insultos de los guardias blancos. Como no lo dejaban usar anteojos de sol, su vista terminó con daño irreparable. Tampoco lo dejaban leer noticias y solo podían visitarlo y escribirle una vez cada seis meses.
En 1967 empezaron a dejar que los presos usaran pantalones largos y practicaran algunas actividades, como el fútbol, para distraerse. Eran pequeños avances. Su madre pudo encontrarse con él en 1968. Poco después ella murió, pero a Nelson no le permitieron ir a su entierro. Cuando en 1969 falleció su hijo mayor, en un accidente de tránsito, tampoco lo dejaron asistir. Sus hijas recién pudieron visitarlo en 1975.
En esos años asistió a la escuela dominical cristiana donde aprendió la lengua afrikáans (la que hablaban los colonos blancos en Sudáfrica y Namibia) y sobre el Islam. Terminó de licenciarse en derecho en la cárcel, en 1989, en la Universidad de Sudáfrica.
En 1982 fue transferido de Robben Island a la prisión de Pollsmoor donde tuvo acceso a mejores condiciones de vida. En esta cárcel tenía permitida la lectura, podía escribir tantas cartas como le diera la gana y disfrutar de un jardín. A estas alturas ya no era un preso más, era célebre en el mundo y tenía su propio peso político. Era el símbolo de la lucha antiapartheid y el mejor exponente para la batalla contra todo tipo de racismo. Autoridades mundiales iban a visitarlo para pedirle su opinión. El planeta clamaba por su liberación.
“Un hombre que le arrebata la libertad a otro es un prisionero del odio, está encerrado tras los barrotes del prejuicio y de la estrechez mental”, sostenía Mandela sin ceder en sus convicciones, pero manteniendo la paz interior.
Fue Winnie Mandela la que se convirtió en su voz fuera de la cárcel. Por su activismo, también fue encarcelada y terminó siendo desterrada durante unos años a la aldea de Brandfort. Cuando retornó a Soweto, Winnie volvió radicalizada y armó una violenta resistencia armada a la que llamó Mandela United Football Club.
La imagen de Winnie declinaba mientras la de Nelson Mandela ascendía.
Para el cumpleaños número 70 de Mandela, en el estadio de Wembley de Londres le rindieron homenaje y pidieron por su libertad. Era un héroe universal no reconocido en Sudáfrica.
Esa buena noticia coincidió con otra desagradable. Los responsables del Congreso Nacional Africano fueron a la prisión para revelarle que su mujer Winnie, al mando de una “banda criminal”, era responsable de torturar y matar opositores, niños incluidos.
La cosa se había desbandado. Le recomendaron divorciarse porque lo que él hacía, ella lo deshacía. Nelson Mandela, con su natural calma reflexiva, optó por esperar a lo que dijera la justicia.
En agosto de 1988 lo internaron y le diagnosticaron tuberculosis. Los médicos aconsejaron que el prisionero 46664 no volviera a su húmeda celda. En diciembre fue transferido a la prisión Víctor Verster donde pasó los últimos catorce meses de reclusión en una situación infinitamente mejor.
El domingo, la libertad
El domingo 11 de febrero de 1990, luego de que se levantara la prohibición al Congreso Nacional Africano y que sus compañeros de la política fueran liberados, Nelson Mandela recobró la libertad. Tenía 71 años y había estado preso durante 27.
La separación del matrimonio de Winnie y Nelson Mandela terminó de producirse en abril de 1992 luego de que ella fuera encontrada culpable por el secuestro y crimen de un joven negro. Años después, durante el gobierno de su ex marido, Winnie siguió levantando polémicas: fue destituida de su cargo y acusada de fraude.
Una vez fuera de la prisión, Mandela descubrió que, durante sus años de encarcelamiento, el racismo había empeorado y que la violencia era cada vez mayor. Algo debía hacer. “Las dificultades rompen a algunos hombres, pero también crean otros”, dijo sabiamente. Así que, apenas pisó la frontera de su libertad, se volcó de lleno a la política. Daría una batalla decisiva contra el racismo. Desde el principio supo que había que negociar. Sus conversaciones con el presidente blanco de Sudáfrica, Frederik de Klerk, eran clave. Había que desmantelar la arquitectura perversa del apartheid, abolir la segregación, conseguir el sufragio universal y convocar a elecciones generales.
La tarea fue titánica y hubo numerosos traspiés. De a poco, Nelson fue ablandando posiciones. Los blancos que representaban solo el 21 por ciento de la población del país empezaron a darse cuenta de que la única salida era dialogar y dejaron de verlo como una peligrosa amenaza.
Mandela hablaba con los líderes del mundo de todos los signos políticos y sumaba aliados. En 1993 obtuvo, con de Klerk, el Nobel de la Paz. Era el preludio del éxito. En 1994, Nelson Mandela ganó en las urnas: fue elegido el primer presidente de color de Sudáfrica. Era la primera vez que las personas negras tenían acceso a expresarse con su voto sin ninguna restricción. Las colas eternas para votar dieron frutos y Mandela arrasó. Era el fin del supremacismo blanco y del apartheid.
El 9 de mayo Mandela tomó posesión de su cargo ante la mirada del mundo. Se calcula que hubo mil millones de televidentes. Gobernó hasta el 16 de junio de 1999. Durante los primeros dos años, la vicepresidencia la ocupó el ex mandatario de Klerk. Se mostró magnánimo, sin revanchismos y administró con cautela su gran popularidad.
Renunció a su sueldo; creó el Fondo Nelson Mandela para los niños carenciados; extendió los servicios de salud a todos los necesitados e impulsó la Comisión para la Verdad y la Reconciliación para investigar violaciones a los derechos humanos cometidos durante el apartheid.
Quizá su gran legado para la humanidad podría resumirse en haber promovido todos los cambios a través de esa inédita búsqueda de reconciliación social. Y dio el ejemplo: convocó para trabajar, en los distintos ministerios, a gente de otros partidos políticos. Además, promovió la redacción de una nueva constitución que se firmó en 1996. Por otro lado, se mostró como un gobernante pragmático que dio continuidad a las políticas económicas de gobiernos anteriores para no ahuyentar las inversiones. Se convirtió en consejero de otros mandatarios, mediador en conflictos internacionales y, lo mejor de todo, es que no buscó ninguna excusa para postularse para continuar en el poder.
Nelson Mandela era austero, no tomaba alcohol, no fumaba y le gustaba hacerse la cama incluso cuando fue presidente. Tenía la firmeza necesaria para conducir un país, pero poseía la cualidad de saber reír y conversar cordialmente con los que pensaban distinto.
Espíritu de equipo
Venerado por muchos, Nelson Mandela también estuvo en el centro de polémicas y sufrió las críticas de los propios. Pero él estaba más allá de cualquier etiqueta convencional y jamás buscó venganza por lo sufrido. Veló por los derechos de todos: de los que pensaban como él y de los que no pensaban como él. Solo los grandes de verdad pueden hacerlo.
Convencido de que al rival hay que sumarlo al equipo puso en práctica esa idea antes del Mundial de Rugby de 1995, que tendría sede en su país. La selección sudafricana, los Springboks, era el símbolo del poder blanco. Jugadores blancos y fanáticos blancos ultra críticos de Mandela. A tal punto era la grieta que la gente sudafricana de color prefería que ganara un equipo de otro país.
Mandela creyó que había una única alternativa: unirse y que blancos y negros alentaran al mismo equipo. Se reunió con el capitán de la selección de rugby, François Pienaar, y le pidió algo muy sencillo: que recorriera el país con sus compañeros visitando las regiones más pobres y que se involucraran con los niños de color. Además, le dio una copia del poema que él leía cuando estuvo preso: Invictus.
Pienaar convenció al equipo y cumplieron. A Mandela le llovieron críticas de sus compañeros del partido: lo acusaban de defender a los blancos. Se bancó los reproches y cruzó los dedos. Había que esperar el mundial con un equipo que no era precisamente un “favorito”. Pero la historia estaría de su lado.
Los Springboks inspirados por su confianza avanzaron, partido a partido. Y, el 24 de junio de 1995, ocurrió el milagro con el que había soñado: Sudáfrica le ganó a Nueva Zelanda.
El pueblo mezclado, gente de todos los colores, salió a la calle. Estaban festejando juntos. Esa era la real victoria.
El poema Invictus, del poeta inglés William Ernest Henley, que le había entregado el presidente al jugador Pienaar, decía:
“Más allá de la noche que me cubre,
negra como el abismo insondable,
doy gracias a los dioses que pudieran existir
por mi alma inconquistable.
En las azarosas garras de las circunstancias
nunca me he lamentado ni he pestañeado.
Sometido a los golpes del destino
mi cabeza está ensangrentada, pero erguida.
Más allá de este lugar de cólera y de lágrimas
donde yacen los horrores de la sombra,
la amenaza de los años me encuentra,
y me encontrará, sin miedo.
No importa cuán estrecho sea el portal,
cuán cargada de castigos la sentencia,
soy el amo de mi destino:
soy el capitán de mi alma”.
Esas líneas eran las que Mandela había leído, cada noche, en su esterilla extendida sobre el suelo de su agobiante celda. Habían sido inspiradoras para su teoría sobre que “el deporte tiene el poder de transformar el mundo (…) Tiene más capacidad que los gobiernos para derribar barreras raciales”.
Esos años de cárcel habían sido su entrenamiento para forjar una paciencia infinita, una enorme capacidad para perdonar y una sinceridad capaz de reconocer errores.
En 1998, se casó por tercera y última vez, con la abogada y activista política Graça Machel, quien tenía 50 años y era viuda del ex presidente de Mozambique. Graça lo acompañaría hasta su muerte.
Adiós al “padre de Sudáfrica”
En 1999 se alejó de la política, pero siguió involucrado con lo social. Una de sus luchas fue contra el Sida. En 2003, creó otra organización: Fundación Mandela Rhodes, en la Universidad de Oxford, para poder conseguir becas universitarias para los estudiantes sudafricanos. Estaba convencido de que la educación “es el arma más poderosa que puedes usar para cambiar el mundo”.
En marzo del año 2013 una infección en sus pulmones lo convirtió en un paciente grave. Nunca se recuperó del todo. Finalmente, el 5 de diciembre de ese año, a las 20.50, la vida de Nelson Mandela se apagó como consecuencia de sus problemas respiratorios.
Se decretó un duelo nacional por diez días y en los funerales, el 10 de diciembre en el estadio Soccer City de Soweto, dieron el presente líderes del mundo de todas las ideologías: Barack Obama, Raúl Castro, George Bush, Francois Holland, Nicolás Sarkozy, Hillary y Bill clinton y hasta miembros de monarquías europeas como la princesa Victoria de Suecia y el hoy rey de España Felipe VI.
Había muerto ese hombre alto, cálido, elegante y calmo que al dejar la cárcel había sido capaz de reflexionar diciendo: “Al salir por la puerta hacia mi libertad supe que si no dejaba atrás toda la ira, el odio y el resentimiento, seguiría siendo un prisionero”.
Los barrotes nunca doblegaron a Mandela y, tal como lo dice su poema preferido, se mantuvo siempre al frente del timón de la vida, capitaneando su alma.