El corresponsal de Mediaset en Venezuela, Ángel Cedeño, de 38 años de edad, murió repentinamente en Caracas el pasado lunes, luego de un tortuoso recorrido por centros de salud pública para atender una dolencia desconocida, que se lo llevó en menos de una semana.
Q’ Pasa en Venezuela
Cedeño era colaborador de NIUS y de Informativos Telecinco. Su compañera Esther Yáñez se permitió escribir una crónica sobre lo ocurrido y los últimos mensajes que pudo sostener el equipo con Ángel, quien no alcanzó a realizarse una prueba PCR que descartara el diagnóstico de Covid-19.
“No podía respirar, pensé que iba a morir. Y así tocó recorrer otros hospitales hasta llegar al Clínico Universitario donde me atendieron a las patadas y en condiciones infrahumanas. Allí los pacientes Covid y no Covid permanecen en un mismo lugar (…) Venezuela es enfrentarte a un sistema de salud colapsado. Una cosa es que lo digamos en un reportaje y otra que lo vivamos en carne propia”, fue parte del mensaje que escribió Ángel a su productor, Julio Urribarri.
A continuación el texto publicado por Esther Yáñez, en memoria del comunicador social, publicado en NIUS Diario:
Cuando decidí dejar Venezuela tras cuatro años intensos, rápidos, movedizos, en el país caribeño, una de las cosas que tuve que dejar resueltas antes de pisar por última vez el aeropuerto de Maiquetía sin billete de vuelta, fue pensar en mi sustituto o sustituta. Julio, mi hermano, mi camarógrafo, que se quedaba y debía continuar trabajando en la corresponsalía con la nueva incorporación, me habló de Ángel Rafael Cedeño, con el que ya había trabajado anteriormente en Telesur, y al que también, al igual que a mí, habían terminado despidiendo de esta televisión pro gobierno por defender sus derechos humanos y su honestidad como periodista.
Y sí, digo defender sus derechos humanos sin ánimo de parecer exagerada porque eso es lo que se hace en Venezuela cada día. Sobrevivir resiliente con protesta firme, sin queja complaciente, con ánimo, con alegría, con sazón, con un carácter entre lo humano y lo estridente. El venezolano sobrevuela la matrix de su realidad paralela inventada por necesidad. Son demasiados años de crisis, de corrupción salvaje, de incomprensión; y demasiados días tachados en el calendario por inercia.
Ángel era un tipo increíble, en todos los sentidos; y experto en contar la realidad de su país. Lo hacía como nadie porque la sufría como cualquiera. Tenía 38 años antes de suspirar por última vez pidiéndole a su mujer, Viviana, con la que llevaba casi 20 años de amor profundo, que le abrazara. No sabemos si él ya intuía que probablemente era la última vez que olería su piel. Sus tres hijos pequeños no pudieron despedirse. Los padres ya habían salido corriendo a buscar un hospital.
A Ángel no le pasaba nada, aparentemente. Un jueves comenzó a sentirse mal y de repente se desmayó. Se embarcó en el periplo habitual de buscar un hospital que le atendiese en Caracas. No tuvo suerte con los dos primeros, donde le dijeron que ni siquiera había médicos. En los hospitales públicos de Venezuela hay poca cosa. Ni agua, ni sábanas, ni medicamentos, ni médicos. En los privados sí hay, pero cuestan mucho dinero y apenas un 2% de la población puede permitírselo.
“No podía respirar, pensé que iba a morir. Y así tocó recorrer otros hospitales hasta llegar al Clínico Universitario donde me atendieron a las patadas y en condiciones infrahumanas. Allí los pacientes Covid y no Covid permanecen en un mismo lugar (…) Venezuela es enfrentarte a un sistema de salud colapsado. Una cosa es que lo digamos en un reportaje y otra que lo vivamos en carne propia”. Esto se lo escribió Ángel a Julio el mismo día de su desmayo. El día que comenzó a morirse sin remedio.
Cuando consiguió que le atendieran, le dijeron que no sabían qué le pasaba y lo mandaron a casa. Que si reposo, que si amoxicilina (que es de los pocos medicamentos que todavía se encuentran con seguridad en las farmacias), que si en unos días le harían alguna prueba para dilucidar el origen de su dolencia. No llegó a las pruebas. Venezuela lo mató.
El lunes fue la última vez que hablamos. Le pregunté qué tal estaba, qué necesitaba. Me mandó un mensaje de audio porque no tenía fuerza para escribir, me dijo. Cuando lo escuché se me pusieron los pelos de punta. Algo raro pasaba. Lo notaba en su voz, en su respiración, haciendo un sobreesfuerzo para comunicarse conmigo, porque Ángel siempre pensaba en los demás, porque era demasiado generoso como para no responderme. Solo me decía: “Esther, me estoy sintiendo muy mal”. Una hora después me comunicaron su fallecimiento.
Escribo estas líneas y no puedo evitar llorar. Lloro porque estoy triste, pero más por rabia y por impotencia; porque no se lo merecía y porque probablemente si no hubiese estado en Venezuela no estaríamos lamentando su pérdida. Ángel no solo era el mejor amigo, sino también el mejor padre, hermano, esposo y persona. Era alegre, risueño y vital, pero a la vez templado. Magnético. Una de esas personas que yo siempre digo que necesito tener a mi lado, porque me calma, porque me indica el norte sin esfuerzo. Yo, en crisis permanente. Ángel era un don.
Como periodista era todoterreno. Contaba las historias de los que no tenían voz por convicción. Conseguía conectar con los personajes de sus reportajes con una empatía y un carisma propio de los que se han hecho a sí mismos con entereza de hierro desde abajo. Este último año estaba feliz, me contaba, trabajando para la corresponsalía que un día Julio y yo tuvimos la buena idea de ofrecerle. Era implicado, despierto siempre (literalmente, no había diferencia horaria Venezuela- España que lo tumbase; siempre “En línea” para responder un mensaje de WhatsApp), creativo, dispuesto, arrollador; pateando las calles de Caracas cada día para contar la realidad de un país que amaba hasta las entrañas y que se resistía a abandonar, a pesar de todo. Quería vivir para contarla, como diría el maestro Gabo. El último suspiro nos ha pillado a todos de imprevisto y no hay consuelo que nos aliente más allá de apretar los puños, cerrar los ojos y sentirle cómo palpita en el corazón.
En nuestros corazones estarás por siempre, Ángel, no habrá olvido mientras haya memoria, y esa será nuestra manera eterna de recordarte y rendirte homenaje, para siempre. No te vas, permaneces.
Descanse en paz.