Un país sin oportunidades, que asesina a sus jóvenes y que crea un sentimiento generalizado de desconfianza en las instituciones, es un país que está asesinando a mansalva su presente
Venezuela se ha caracterizado históricamente por la implementación de operativos policiales que buscan abordar la violencia y que progresivamente resultan en violaciones de derechos humanos.
La “Operación Vanguardia” en el gobierno de Rafael Caldera (1969-1974); el “Plan Unión” en la presidencia de Luis Herrera Campíns (1981); el “Acto Seguridad 84” implementado en la gestión de Jaime Lusinchi (1984-1989) o la creación, en los años 90, de los grupos de la Policía Metropolitana, conocidos como “Pantanero” y “Fénix”. Todos fueron planes de seguridad donde, en teoría, se buscaba prevenir y disminuir la violencia. Pero existieron denuncias sobre detenciones arbitrarias, represión a civiles, desapariciones forzadas y uso desproporcionado de la fuerza letal.
Durante esos años, según cifras del Ministerio Público y otras fuentes, hubo una tasa promedio de letalidad policial que se mantuvo por debajo de 4 asesinatos a manos de los cuerpos de seguridad por cada 100.000 habitantes.
Estas cifras se elevarían de formas alarmantes luego de 1999, con la elección presidencial de Hugo Chávez: luego de su toma de poder, el país empezaría un proceso de cambios estructurales a nivel institucional, político y socioeconómico. En el marco de la prevención y reducción de violencia, el foco del gobierno de Chávez fue, en los primeros años, brindar asistencia social a las poblaciones más vulnerables y limpiar a los cuerpos policiales de las creencias colectivas de represión y abuso que arrastraban de décadas pasadas, resultando en una limitación de funciones y capacidades de actuación de estos (Briceño León, 2007).
Letalidad policial como política de Estado
Esto resultó en un ascenso de los índices de impunidad y de violencia homicida en el país −en específico en los años 2005 y 2006−: mientras que para 1998 por cada 100 homicidios había 118 arrestos, entre 2006 y 2009 hubo 8 arrestos por cada 100 homicidios. Naturalmente, se pensaría que estas limitaciones resultarían en instituciones policiales menos violentas y más mesuradas en términos de fuerza letal. Paradójicamente, la realidad fue que para el año 2003 hubo un aumento significativo en las tasas de letalidad policial (9 homicidios de la policía por cada 100.000 habitantes) y que, si bien en años posteriores disminuirían, Venezuela empezó a figurar entre los países con mayores índices de violencia policial de la región.
Ante esto, la respuesta de las autoridades de justicia fue la creación, en 2006, de la Comisión Nacional para la Reforma Policial (CONAREPOL). Esta iniciativa buscaba proponer una reforma integral de la legislación en materia de seguridad y establecer la preservación y protección de la vida como objetivo fundamental. Sin embargo, ni los altos cargos de gobierno ni los cuerpos policiales adoptaron dichas recomendaciones, por lo que su implementación no tuvo el impacto esperado.
En el año 2008, el expresidente Chávez −a través de leyes habilitantes− realizó un decreto con rango valor y fuerza de Ley Orgánica del Servicio de Policía y del Cuerpo de Policía Nacional, marcando así el nacimiento del nuevo modelo policial basado en la reforma. Para ese año, PROVEA registraría un aumento de 146 % en el número de personas asesinadas por policías o militares con respecto al 2007.
Posterior a la primera década del siglo XXI, caracterizada por el intento de reforma y los aumentos de las cifras de letalidad policial, en el año 2010 se implantaría un nuevo operativo policial con la creación del Dispositivo Bicentenario de Seguridad (DIBISE), el cual iniciaría un proceso de encarcelamiento masivo, dejando como consecuencia un incremento significativo en la población carcelaria que pasaría entre los años 2009 y 2011 de 30.483 reclusos a más de 50.000; la mayoría de los casos siendo jóvenes de sectores vulnerables entre 18 y 29 años arrestados por crímenes menores como consumo o microtráfico de drogas.
La saña de las OLP
El año 2015 se caracterizaría por el inicio de las Operaciones de Liberación del Pueblo (OLP), las cuales eran operativos policiales compuestos por diferentes instituciones policiales que, en teoría, buscaban luchar contra el crimen y las guerrillas, pero en la práctica incursionaban en sectores populares y cometían violaciones de derechos humanos y uso desproporcionado de la fuerza traducido en ejecuciones extrajudiciales y torturas.
Las OLP se diferenciaron de otros operativos policiales antes implementados en términos de letalidad policial, superando a todos en cifras y extensión. Esta transformación de una política dedicada a encarcelar masivamente a una donde la letalidad policial aumentó de forma dramática está relacionada directamente con la necesidad de preservar la hegemonía del grupo de poder (Zubillaga y Hanson, 2018)
Y llegan las FAES
Según investigaciones del Ministerio Público de aquel momento, las OLP dejaron un saldo de 505 homicidios entre julio del 2015 y marzo del 2017. Si bien las denuncias de múltiples organismos internacionales y ONG locales obligaron a la administración de Maduro a desmantelar las OLP, el gobierno mantuvo la misma dinámica de represión y coacción a través de la creación de un nuevo cuerpo de seguridad denominado como las Fuerzas de Acciones Especiales (FAES): un comando de la Policía Nacional Bolivariana (PNB) creado en abril del 2016 y presentado en julio 2017 por el presidente Nicolás Maduro.
Según cifras de Monitor de Víctimas, desde al año 2017 −año de creación de las FAES− hasta el 2021 se han registrado un total de 1513 casos de letalidad policial en el Área Metropolitana de Caracas, lo que supone el 36 % del total de homicidios en esos 4 años. De estos, 708 corresponden al accionar de las FAES.
Este uso excesivo de la fuerza en operativos policiales es una práctica que se remonta a décadas pasadas de la historia del país. Sin embargo, las cifras actuales no tienen precedentes en términos de cantidad y extensión. El deterioro institucional, las limitaciones formativas y las políticas de intimidación han configurado un contexto donde parece que la violencia policial la única forma de contención para la delincuencia y la seguridad en el país, afectando directamente a los jóvenes de las zonas más populares de la ciudad, privándolos del progreso y libre desenvolvimiento, quitándoles las posibilidades y creando un contexto de miedo permanente en las comunidades.
El poder del miedo
La actual crisis de seguridad en el país, caracterizada por las múltiples denuncias de ejecuciones extrajudiciales, torturas y malos tratos por parte de los cuerpos de seguridad del Estado, no es más que el reflejo de una política de seguridad ciudadana que busca sedimentar, a través del miedo y el silencio, el control del gobierno de forma prolongada.
Si bien en décadas pasadas ya existía la presencia de operativos policiales que violaban derechos humanos, las cifras se han incrementado de forma dramática, sin mayor pena o vergüenza, con el fin social de coaccionar y erradicar las expectativas de las poblaciones más vulnerables del país.
Que los jóvenes sean las principales víctimas y los policías los principales victimarios establece un contexto donde los jóvenes de zonas populares crecen con el miedo de ser ejecutados de forma espontánea por la policía. Esto crea un sentimiento de desconfianza generalizado y promueve estrategias de resguardo, como emigrar a temprana edad sin estudios que los respalden o la inclusión en organizaciones criminales que les hagan frente.
Está comprobado que las políticas de “mano dura” no previenen ni reducen la violencia de forma efectiva. Más bien sedimentan los ciclos de violencia, creando una narrativa colectiva de desconfianza en las instituciones de justicia del país. El abordaje de la violencia debe ser coherente, tomando en cuenta los factores estructurales que promueven el involucramiento de los ciudadanos, especialmente los jóvenes, en actividades delictivas.
La falta de oportunidades, los pocos incentivos a estudiar y las limitaciones de ingreso que padece la gran mayoría de las familias venezolanas, son algunas de esas limitaciones; un país sin oportunidades, que asesina a sus jóvenes y que crea un sentimiento generalizado de desconfianza en las instituciones, es un país que está condicionando negativamente su futuro y asesinando a mansalva su presente.