“Odio dormir” es la principal queja de Manel Monteagudo, un marino poeta que pasó nada más y nada menos que 35 años en coma, desde los 22 hasta los 58.
Por 20minutos.es
Todo comenzó el 28 de febrero de 1979, día de su cumpleaños. Por aquel entonces, Monteagudo trabajaba de electricista naval en un barco mercante alemán que se encontraba en Basora (Irak). Se subió a una escalera para reparar una pieza y, por accidente, acabó cayendo desde una altura de seis metros.
Tal y como cuenta, “allá me voy”, es el último pensamiento que recuerda.
Un mundo diferente
El 15 de octubre de 2014, al abrir los ojos, creyó, equivocadamente, que seguía en el país del Medio Oriente. Pero se vio en una cama muy grande y en una habitación con las paredes “muy bien pintadas”; circunstancias, ambas, cuenta en una entrevista concedida a la agencia Efe, que no le “pegaban” con aquel lugar.
Estaba solo en ese momento. Aunque tardó poco en aparecer Conchi, su novia desde que él tenía 18 años y ella 15. La reconoció, aunque no entendía la razón por la que peinaba canas, explica.
No sólo eso. Cuando abrió los ojos, él, que se había quedado en la Transición, se enfrentó al espejo y vio a un viejo. Fue muy duro asumir ese hecho.
Las personas que pasan tanto tiempo en coma necesitan un proceso de rehabilitación lento, del cual lo más complicado es la reintegración social.
Manel necesitó volver a aprender a caminar, a ir al baño, a hablar… En los comienzos se hacía entender con aspavientos, con los movimientos que buenamente podía articular.
Todo era nuevo para él. Su casa ya no estaba en Noia (A Coruña); residía en un domicilio conyugal, en Vigo (Pontevedra). De sus progenitores, con los que convivía, solamente quedaba ella, que tenía demencia y duró tres años más. Él había fallecido.
Su estado civil era el de casado, la única manera que Conchi, que “trajo un cura”, encontró para poder cuidarlo, por la moral de entonces, que penalizaba la convivencia sin un contrato matrimonial.
Manel no era padre y, alguien que hoy es doblemente abuelo (de un niño y una niña), se encontró con dos maravillosas hijas, que ahora tienen 37 y 26 años.
Hay detalles de su experiencia que Monteagudo comparte y otros que, con humildad, ruega que continúen formando parte de la esfera íntima.
Este entregado esposo, cuando avivó, se sentía instalado en un permanente pasmo.
No sabía que existía internet, la única fibra óptica que conocía era la de alta mar, y en el presente navega por la red “como antes por el océano”.
No le constaba que hubiese más de dos canales de televisión, y se extrañó enormemente del éxito de programas donde “gritan como gallinas”.
Mucho menos conocía qué era un mando a distancia y el significado de “todos esos botones”.
Cuando llegó a sus oídos que España había ganado un Mundial de Fútbol en 2010 lo puso en duda y, con sarcasmo, preguntó si los otros eran “cojos”. “¡Si siempre nos quedábamos en cuartos! Venga ya”.
“Raro, era todo raro”, confiesa pronunciando con dificultad la erre, una de las secuelas que le ha quedado, junto a otras, como la imposibilidad de coger peso o de bajar la cabeza durante demasiados minutos porque se marea.
“Yo hablaba bien. Qué más da. Esta afectación en las cuerdas vocales es ‘pecata minuta’. A mi edad ya no tengo complejos”, espeta.
Su casa es un oasis dedicado a la jardinería, una de sus pasiones. Y, junto a él, camina su perro, al que ha puesto “Toxo” de nombre.
“Todos los días hacemos veinte kilómetros, diez de ida y otros tantos de vuelta”.
Adora a su animal de compañía, y con su compañera y cuidadora, que es enfermera, se deshace en elogios. “Lo suyo ha sido un sacrificio total. Ella me dice que soy muy empalagoso. Pero es que no tengo palabras. Los médicos estaban seguros de que mi único camino era ir hacia el cementerio y esta mujer nunca se lo creyó”.
Todos los días le dice Manel a su “Conchita” unos “te quiero” unas quince veces y cariñosamente le muerde una oreja.
“¡Qué más puedo pedir!”, exclama el protagonista masculino de esta experiencia real. Y se responde a sí mismo: “Vida, vivir, quiero vivir, sobre todo por y para ellos, y compartir vivencias y más vivencias”.
Si puede ser en torno a un cocido, mejor. “Ese sabor es algo que no se olvida”, bromea.
Manel está a punto de sacar su quinto libro de poesía. Se puso a juntar letras desde que resucitó. En la crisis sanitaria, escribió con frenesí. Su propio relato saldrá, aunque “todavía tardará un tiempo”.
El jovial sexagenario, con “sueños de veinteañero”, se acuesta a las dos de la madrugada y a las siete y media está en pie.
“Es lo más difícil para mí, el irme a la cama. ¡Cachis! Si pudiese ser, hasta me lo ahorraba”, se despide.