Las Nubes acústicas de Alexander Calder, en el aula magna de la UCV. Foto de GermanX en Wikimedia Commons (Interv. por Runrunes).
Son trescientos años de supervivencia frente a sus enemigos, aquellos que perciben en la educación para la libertad una amenaza a su anhelo de un país sometido a su arbitrio autoritario
La universidad es un ente espiritual, cuya sede es el campus del cerebro humano, es un encuentro de mentes y culturas con vocación de saber, con sueños de transformación, ilusiones y esperanza. Edificarse como «casa que vence la sombra con su lumbre de fiel claridad», es la misión de la universidad desde aquellos lejanos tiempos en que Platón imaginó el conocimiento como iluminación de todas las penumbras de la caverna de nuestra mente. La sombra tiene muchas formas: ignorancia, arbitrariedad, injusticia, pobreza y atraso; algunos de los males que han agobiado nuestra historia en estos trescientos años que hoy cumple nuestra alma mater.
Desde su fundación el 22 de diciembre de 1721 como Real (y luego Pontificia) Universidad de Caracas en la capilla del Seminario Santa Rosa de Lima, la universidad no ha parado de brindar al país las personalidades de mayor brillo: fue un ucevista Juan Germán Roscio, el que redactó nuestra primera Constitución. También un egresado ucevista fue nuestro primer presidente, Cristóbal Mendoza. Años después lo sería también su rector José María Vargas. Los archivos de la UCV están llenos de los nombres que han engrandecido a Venezuela en medicina, derecho, ingeniería, docencia, arquitectura, literatura e investigación científica. Muchos de ellos celebrados y conocidos, pero la mayor parte anónimos y dispersos a lo largo de la historia nacional, silenciosos en su quehacer, pero trascendentes en el alcance de su obra.
Son trescientos años también de supervivencia frente a sus enemigos. Aquellos que perciben en la educación para la libertad una amenaza a su anhelo de un país sometido a su arbitrio autoritario.
Nunca, claro, como en los tiempos que corren, donde la inteligencia es la gran enemiga a la hora de mantener a un pueblo sometido por la ignorancia y envenenado por consignas vacías de todo lo que constituya pensamiento.
Primero la modesta capilla del Seminario de Santa Rosa de Lima de Caracas, luego el hoy llamado Palacio de las Academias, que engalana el pergamino de los títulos que confiere la UCV, el antiguo convento de San Francisco. Desde 1953, la sede de la Universidad Central de Venezuela es la Ciudad Universitaria de Caracas, edificada en los antiguos terreros de la hacienda Ibarra, propiedad donada por el Libertador a la universidad en aquellos remotos tiempos en los cuales los líderes no se apropiaban del dinero público y ponían sus intereses personales al servicio de la colectividad.
La ciudad universitaria de Caracas en el año 2000 fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, por su interés cultural. Está considerada una de las grandes creaciones arquitectónicas del siglo XX por su carácter de «síntesis de las artes». Carlos Raúl Villanueva, el arquitecto que desarrolló el proyecto –cuyo inicio se remonta a la presidencia del general Isaías Medina Angarita–, convocó a los mejores artistas del mundo: Jean Arp, autor del emblemático Pastor de nubes arriba a la altura de las ideas; Ferdinand Leger, diseñador del vitral que baña la biblioteca con las luces multicolores del pensamiento; Alexander Calder, padre de las nubes del aula magna cuyas formas inspiran los sueños de «nuestro mundo de azules boinas».
La lista es inmensa. Además de artistas de figuración mundial, concurrieron también los mejores artistas del país: Manaure, Valera, Soto, Poleo, Vigas y muchos más, hasta llegar al gran Pedro León Zapata con su mural en los límites de la Plaza Venezuela, donde figuran los conductores del país, recordando que en aquella casa también se forman los que deberían conducir a la nación por más atinados rumbos.
Durante trescientos años, quienes hemos tenido el honor de transitar los espacios físicos y espirituales de la Universidad Central de Venezuela sabemos que nuestro breve paso por sus aulas marca profundamente el alma de todo aquel que tiene la sensibilidad suficiente para amar la luz del conocimiento como destino humano. Al desearte feliz tricentenario, querida alma mater, debemos asumir el compromiso de honrarte en nuestro recto proceder, de engrandecerte para que otros tengan la misma suerte que nosotros. Y, sobre todo, de luchar para que nuestro pueblo encuentre en ti caminos de esperanza, progreso y libertad. «¡Nuestro pueblo de amable destino, como el tuyo, empinado hacia Dios!».
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