En República Dominicana hay cada vez más chicas con el pelo afro, pero yo no me atreví a dar el paso hasta que los salones de belleza cerraron durante el confinamiento. Aceptar mis raíces afrodescendientes ha sido todo un recorrido.
Por BBC
“La que quiere moños bonitos tiene que aguantar jalones”. Esa era una frase que mi madre me repetía de niña mientras desenredaba mis rizos.
Yo me quejaba porque el cepillo tenía los dientes firmes y ella jalaba el pelo para poder aplastarlo.
Era la rutina de todos los domingos en la tarde y podía extenderse por horas dependiendo de cuán enredado estaba.
Y es que el pelo tenía que estar lo suficientemente “manejable” para la escuela, donde consideraban una falta disciplinaria que las niñas lo llevaran al natural si era “malo” o crespo.
A las que lo tenían lacio de por sí, a ellas las dejaban tranquilas.
Pero el 80% de la población dominicana es afrodescendiente, de acuerdo con el estudio “Mujeres afrodescendientes en América Latina y el Caribe”, publicado por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) en 2018.
Y, por ende, la mayoría de mis compañeras lo llevaban trenzado o se veían obligadas a alisárselo (o desrizarlo, como le dicen en República Dominicana). Algunas, de manera permanente.
Pero mi madre nunca quiso que me hiciera un desrizado persistente, porque decía que mi cabello no eran “tan malo”, que, a diferencia de mis hermanos, yo había salido con el pelo “un poco bueno” gracias a mi papá.
Así que ella me peinaba, y si no tenía tiempo, me hacía una simple cola de caballo.
Hasta que un domingo de diciembre de 2005, cuando tenía 9 años, me llevó por primera vez donde una peluquera de confianza, que también era nuestra vecina.
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