La democracia latinoamericana sufre un franco desmadre. En la región, muchos personajes macabros no estarían gobernando sus países de no ser por los fracasos y vicios de sus predecesores
En mi adolescencia, tuve ciertos complejos con mi identidad regional. Nunca llegué al extremo de odiar ser latinoamericano. Pero definitivamente tampoco me encantaba. Mi norte no era el norte literalmente, sino el noreste. No era Estados Unidos, sino Europa. Soñaba con la elegancia aristocrática de Londres o el orden y la eficacia de Berlín. Fue más o menos al principio de mi adultez cuando comencé a apreciar el ser latinoamericano. Quedé cautivado por la riqueza cultural de América Latina. Por su literatura, su música, su cine, etc. Pero mi afinidad cultural no me impide ver que esta región sigue teniendo problemas verdaderamente pesadillescos, como el subdesarrollo económico y un cúmulo de injusticias sociales.
Y la política… Caramba, qué sucesión de calamidades es la política latinoamericana. La de mi, pese a todo, querida Venezuela es un caso particularmente dramático. Pero como lo conocemos bien y justo ahora estamos en una especie de lamentable limbo, a la espera de acontecimientos que nos muestren algo diferente y esperanzador, en esta oportunidad voy a salir de casa y a pasearme por el vecindario.
Es muy obvio que la última oleada de democratización, en palabras de Samuel Huntington, está en retroceso. Vaya que es una resaca fuerte. De esas que se llevan a naciones enteras y las sumergen en el mar del despotismo. Sucede en varios lugares del mundo, en mayor o menor grado. Bielorrusia tiene el deshonor de ser considerada “la última dictadura de Europa”. Pero muy pronto pudieran unírseles Polonia y Hungría para formar un triángulo de regímenes autoritarios en el Viejo Continente. En el Medio Oriente tenemos el caso de Turquía, que bajo la égida de Recep Tayip Erdogan está experimentando el peor descalabro político desde la dictadura militar de los años 80.
Pero tal vez en ninguna zona del planeta el desmadre sea peor que en América Latina. Cuando comenzó la última década del último milenio, parecía que la región estaba muy bien encaminada para ser un nuevo faro de democracia. La tormenta pinochetista se despejó en Chile. Cayó Stroessner. Centroamérica estaba en proceso de pacificación y democratización gracias a los Acuerdos de Esquipulas, fruto de los esfuerzos anteriores del Grupo de Contadora en el que Venezuela dijo “presente” (aquellos años cuando exportábamos democracia porque éramos una). Solo la dictadura castrista seguía firme. Claro, aparte del caso cubano hubo retrocesos, como los autogolpes en la Guatemala de Serrano y el Perú de Fujimori, así como la asonada del general Raoul Cédras en Haití. Pero en general el panorama era muy alentador.
¡Qué chasco nos hemos llevado, 30 años después! El putsch clásico se habrá vuelto una rareza pero, aunque Latinoamérica presenta atraso en varios frentes, no se ha rezagado para nada en la adopción de los nuevos mecanismos para socavar la democracia desde adentro, poco a poco.
Venezuela fue la primera en experimentar esta terrible enfermedad, más nociva aun que la covid-19. Desde entonces la tasa de contagio ha sido alta. Algunas naciones tuvieron una convalecencia exitosa. Pero la mayoría no. Hagamos un repaso crítico de los pacientes graves.
Comencemos con la América Central
Sin duda el caso más llamativo hoy es el de Nayib Bukele. Tal como señaló el director para el continente de Human Rights Watch, José Miguel Vivanco, el caudillo salvadoreño es como Hugo Chávez en su desmantelamiento de las instituciones republicanas, pero con el acelerador bien pisado.
Un Chávez millennial con destreza en el fino arte del «troleo» en redes sociales e intereses en bitcoin, y que en apenas dos años ha mandado a ocupar militarmente el parlamento para intimidar a legisladores opuestos, construido un poder judicial a su medida y logrado que se reforme la ley para permitir su reelección inmediata. Ah, y desestimado las críticas de Estados Unidos y otras democracias como “injerencia”. ¿Les suena familiar? Pero, para añadirle un toque de chapucería contemporánea, también culpa al bolsillo del magnate George Soros de estar detrás de sus detractores.
Justo al lado, en Honduras, Juan Orlando Hernández encabeza un régimen cuasi dictatorial, cuyas tropelías notablemente han pasado por debajo del radar de la opinión pública regional. Empezando por los vicios y resultados dudosos de los comicios que le dieron la reelección en 2017. Por no hablar de los escandalosos vínculos de su gobierno con el comercio de estupefacientes, cosa que recuerda a la narcopolítica colombiana o al narcorrégimen boliviano de los años 80.
Ni hablar de Nicaragua. La situación es horrenda. El clan de Daniel Ortega y Rosario Morillo resultó ser tan autoritario como el de los Somoza. La cacería de candidatos opositores, en unas elecciones presidenciales que ya lucían terriblemente injustas, ha sido como una película de terror. Fueron por uno tras otro. Al periodista Carlos Chamorro lo obligaron a exiliarse (¿rencores no superados por la derrota que le propinó su madre, Violeta Barrios de Chamorro, a Ortega en los comicios de 1990?). El último atropello fue una orden de detención contra Sergio Ramírez, uno de los mejores escritores contemporáneos en lengua castellana, otrora camarada de Ortega luego decepcionado por la deriva tiránica del sandinismo.
Pasemos ahora al Caribe
El castrismo sigue siendo el castrismo aunque no haya ningún Castro a cargo. Miguel Díaz-Canel dejó eso bien claro cuando ordenó reprimir salvajemente las mayores protestas vistas desde la Revolución cubana. En cuanto a Haití, como ha ocurrido a lo largo de casi toda su historia, alterna entre dictaduras e inestabilidad política, combinando a veces las dos cosas. La crisis desatada por los intentos de Jovenel Moïse por prolongar su mandato terminó con su asesinato, lo cual solo provocó más incertidumbre en un contexto de pobreza extrema y catástrofes naturales.
Sudamérica
En Suramérica hay que temer por los Andes centrales. Perú acaba de elegir a Pedro Castillo, un populista caricaturescamente burdo, como presidente. Su ideario es un híbrido entre el socialismo marxistoide y nociones propias del Paleolítico sobre los roles de género y otros asuntos sociales. Su discurso sobre los inmigrantes indocumentados, entre los cuales hay cientos, quizá miles de venezolanos, no es muy distinto al de Donald Trump, lo cual no impide que la izquierda posmoderna de los países desarrollados lo aplauda solo por su discurso anticapitalista.
Y aunque haya bajado el tono ñángara con respecto a su campaña, las señales de alarma persisten. Por ejemplo, un proyecto de ley presentado por su partido ha sido denunciado por el Instituto Prensa y Sociedad como amenaza directa a la libertad de expresión, con la excusa de que los medios son un servicio público. Si les recuerda a la Ley Resorte con la que el chavismo empezó a censurar, es porque en efecto se parece.
Cruzando el lago Titicaca, en Bolivia, el regreso del Movimiento al Socialismo al poder parece ser un caso típico del mismo cachimbo con otro nombre. Evo Morales tal vez perdió su liderazgo, pero su sucesor al frente del MAS y nuevo jefe de Estado, Luis Arce, no luce mucho mejor. El MAS ha estado más enfocado en vengarse de la oposición, luego de ser apartado temporalmente del poder, que en resolver los problemas del país. No seré yo quien niegue los crímenes del gobierno provisional de Jeanine Áñez. Pero quienes la condenan solo a ella y sus colaboradores, omitiendo un contexto en el que el MAS tiene sus propios delitos que precipitaron la crisis, hacen gala de una hipocresía muy descarada. Áñez entregó el poder a sus enemigos a sabiendas de lo que le podían hacer. ¿Evo Morales hubiera hecho eso?
Por último, tenemos el caso de Brasil. En lo que va de siglo XXI, Jair Bolsonaro ha sido el único líder de un movimiento populista de derecha que ha llegado al poder. Se equivocan los que dicen que Bolsonaro ya es un dictador. No ha llegado tan lejos… Aún. Pero su talante antidemocrático es muy obvio y, como el populismo suele ser vehículo para transiciones autoritarias, es necesario estar muy atentos a los acontecimientos en el gigante del sur.
Brasil ha tenido una de las peores epidemias de covid-19 en todo el mundo. La economía está en aprietos, con un desempleo de casi 15 % y una inflación creciente, la cuarta más alta en Latinoamérica, tras Venezuela, Argentina y Haití. No sorprende que el índice de aprobación de Bolsonaro se haya desplomado. Su respuesta, de cara a una posible derrota en las elecciones del próximo año, ha sido desprestigiar el sistema electoral brasileño y advertir sobre tramas de fraude, en la misma tónica de Trump pero en un país con instituciones mucho más débiles que las estadounidenses. Es espeluznante pensar en cómo pudiera terminar eso.
Hay que decir que muchos de estos personajes macabros no estarían gobernando sus países de no ser por los fracasos y vicios de sus predecesores. Bukele es la respuesta de los salvadoreños al bipartidismo corrupto que había tenido las riendas desde el fin de las guerras civiles en la pequeña nación. Castillo acaso hoy sería un mero sindicalista local si todos los presidentes electos peruanos desde los 90 no se hubieran ensuciado las manos manejando dineros públicos. Y Bolsonaro tal vez nunca hubiera dejado de ser un diputado ruidoso pero inofensivo si los gobiernos del Partido dos Trabalhadores no hubieran destacado por su cleptocracia y mediocridad.
Pese al tono sombrío de este artículo, quiero cerrar con una nota optimista. No todo en la política latinoamericana es un horror. Hay esperanza en varios rincones. Guillermo Lasso y Luis Lacalle Pou están mostrando desde Ecuador y Uruguay, respectivamente, una centroderecha liberal prometedora. Luego de un año de tumultos, los extremistas no han tomado el control de Chile, como algunos temieron. Espero que veamos más buenas noticias políticas en la región, aunque sea más tarde que temprano.
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