Con más de medio millón de seguidores en Instagram, Juan Pablo Dos Santos (@juanpablo2santos) es un atleta de la voluntad. Tras sufrir un accidente de tránsito aparatoso en 2019 que casi acaba con su vida, hoy es modelo publicitario y dirige una fundación que ayuda a personas que, como él, han sido amputadas
@diegoarroyogil
En 2016, cuando tenía 17 años, en pleno juego, se fracturó la rodilla derecha. Trasladado a la clínica, le daba golpes a las paredes porque no podía creer que su sueño de convertirse en un futbolista profesional se viera truncado por el percance. Tres años después, en septiembre de 2019, ya alejado del fútbol como único objetivo pero con una vida igualmente activa como amante de los deportes y como estudiante universitario, Juan Pablo Dos Santos tuvo un accidente de tránsito y perdió las dos piernas.
Ahora está aquí, 2021, sentado a la mesa de una cafetería, en Caracas. Alza la vista y se levanta para saludar. Le cuesta un poco, pero es ágil. Qué alto. Debe medir, al ojo, un metro ochenta y pico, pero él se apresura en aclarar que mide un metro noventa y que antes era aún más alto: “Perdí dos centímetros por las prótesis”, dice. Las prótesis: un par de aparatos que se articulan como sendas piernas mecánicas que le permiten erguirse y andar.
–¿Te duele?
–¿Qué cosa?
–Usar las prótesis.
–A veces. Cada prótesis encaja en lo que me quedó de cada pierna y los muñones sudan, se irritan, se maltratan.
–¿Cuánto te quedó de cada pierna?
–De la izquierda solo ocho centímetros. De la derecha tengo la rodilla y siete centímetros más. Yo antes llamaba a la rodilla derecha “la rodilla mala”, porque cuando tenía 17 años me la fracturé jugando fútbol. Mira… –Lleva short y se da una palmada justo donde calza la prótesis con la rodilla derecha.
–Ya no es tan mala, ¿no?
–No –se ríe–. Ahora es la buena porque es la única que tengo. Si no tuviera esta rodilla me sería muchísimo más difícil caminar. Si además tuviera la izquierda, te aseguro que estaría haciendo el maratón de Nueva York.
Juan Pablo nació el 14 de junio de 1999. Cuando Teresa, su madre, estaba en el sexto mes de embarazo, a su esposo, el padre de Juan, le dio una meningitis y falleció de un día para el otro. Antes había nacido Moisés, el hermano mayor. Juan Pablo creció con él y con su madre, quien además de encargarse de los hijos siguió adelante con el negocio que había dejado su marido: una venta de pescado al mayor. No hay persona en el mundo a la que Juan Pablo quiera más que a su madre, y por eso cuando habla de sus miedos asegura que su mayor miedo es perderla.
–Mi mayor miedo es perder a mi madre, y el segundo, pues no poder salir corriendo. –Se alza de hombros y hace un gesto con la cara que sugiere que bromea sobre sí mismo. Explica–: Imagínate que ahorita hubiera un incendio en esta cafetería. Tendríamos que salir corriendo y yo no podría. Las prótesis me permiten caminar, pero no puedo correr. A la gente le da risa la manera como lo digo, pero es verdad.
–Eres una persona con buen sentido del humor.
–Es que perdí las piernas, no la sonrisa. Aunque, más que buen humor, soy muy burlista: me burlo de los demás y de mí mismo. Un día, en la clínica, un enfermero no entendió un comentario mío y sin querer lo hice llorar.
–¿Qué le dijiste?
–Yo ya estaba amputado y él estaba tratando de agarrarme una vía en el cuello porque tenía el cuerpo lleno de agujas. Como uno no está acostumbrado a eso, me explicó que a veces hay que agarrar vías “hasta en los pies”. Yo le dije: “¿Y en cuál de los dos pies podrías agarrarme una vía a mí?”. Él se impresionó y salió de la habitación para llorar en el pasillo. Mi mamá lo fue a buscar y le explicó que era un chiste, que yo sabía que él no había dicho eso con mala intención. Me dio un poco de pena y me disculpé.
–¿Cuántos días habían pasado desde la amputación?
–No me acuerdo, pero yo empecé a reírme otra vez como una semana o diez días después del accidente.
El accidente: la noche del 7 de septiembre de 2019, Juan Pablo fue a casa de Cristina, su novia, para la celebración del cumpleaños de su suegra. La suegra cumple ese día y su esposo, el suegro, al día siguiente, de manera que todos los años suelen empatar un cumpleaños con el otro. Era sábado y el sábado dio entrada al domingo. Pasada la una de la mañana, Juan Pablo, su novia y su cuñado se despiden de la familia y se marchan a otro sitio para encontrarse con unos amigos. Van en un mismo carro, un Volkswagen Fox que es propiedad de Juan Pablo, quien conduce. Cristina va de copiloto y Gabriele, el cuñado, va en el asiento de atrás. Han salido de la urbanización Miranda, en el este de Caracas, y el Volkswagen Fox se ha incorporado a la autopista Francisco Fajardo. Unos minutos más tarde, a la altura de otra urbanización, La Urbina, Cristina se percata de que hay tres motorizados merodeando a baja velocidad en un tramo oscuro de la vía. “Cuidado”, alerta. Juan Pablo, temeroso de que los motorizados le estén tendiendo una trampa para obligarlo a bajar la marcha y asaltarlos, se pasa del canal del medio al canal rápido para esquivar a uno de los motorizados, pero en el canal rápido se encuentra con otro. En momentos de urgencia el pensamiento se embota y el cuerpo es puro instinto. La reacción de Juan Pablo es tratar de esquivar también al segundo motorizado, pero la maniobra que ensaya le hace perder el control del carro, que se lleva por delante la defensa de la autopista y comienza a dar vueltas como un tobo que cae por un barranco, pero en terreno horizontal.
–Yo nunca vi una pistola ni oí un “¡Párate!”, y hasta hoy no sé si nos querían robar o no. Tres días después, cuando me desperté en la clínica y me vi sin piernas, una de las primeras cosas que pregunté, desesperado, era cómo estaban Cristina, Gabriele y los motorizados. Si yo estaba en esa situación, me preocupaba haber matado a alguien.
Pero no: nadie murió a raíz del accidente. Los motorizados se perdieron en la noche, como murciélagos. Y Cristina y Gabriele quedaron ilesos. Gracias a ellos Juan Pablo está vivo. Cuando el Volkswagen Fox dejó de dar vueltas, la novia y el cuñado lograron salir de él como dos milagros y, haciendo un gran esfuerzo, sacaron a Juan de la maraña metálica que lo había envuelto a medias. Mientras Cristina llamaba a sus padres para pedir ayuda, Gabriele se quitó la correa y la camisa y le hizo a Juan un torniquete en las piernas para evitar que se desangrara. Las piernas: el colapso. La pierna derecha, de la rodilla para abajo, fue amputada por la defensa de la autopista durante el impacto. A la izquierda tendrán que amputarla luego los médicos, ante el escenario prácticamente imposible de conservarla sin poner en riesgo la supervivencia de Juan Pablo.
–Mis suegros llegaron rápido, porque estábamos cerca de su casa, y me llevaron a la Clínica Metropolitana. Me acuerdo de que en el camino mi cuñado me daba cachetadas para que no me quedara dormido. Yo le decía que me dejara tranquilo, que tenía mucho sueño. Ya en la clínica sé que yo mismo me quité el reloj y que hablé un poco con la enfermera. Después de eso, no supe más nada.
–¿Pensaste en la muerte?
–No, y tampoco me di cuenta de que ya había perdido la pierna derecha. Pasé ese día muy grave y el martes me amputaron la izquierda. Mi mamá tuvo que tomar la decisión. Los médicos le explicaron que de seguir intentando salvar esa pierna, que de todos modos iba a quedar inservible, me podía morir. Y entre la pierna y mi vida, mi mamá escogió mi vida.
Juan Pablo cuenta esto sin que se le asome ni una sola lágrima. Habla sereno y con un orgullo evidente ante la determinación y la fortaleza de su madre, que si ya lo había traído al mundo una vez ahora se aseguraba de que regresara a él a toda costa.
–El mayor temor de mi mamá era que cuando yo me despertara estuviera solo.
–¿Y eso fue lo que pasó?
–Sí, me desperté el miércoles, en terapia intensiva, a las tres de la mañana, solo.
–¿Y…?
–No hizo falta ni que levantara la cobija, me di cuenta de inmediato. Y llamé a la enfermera para que buscara a mi mamá, pero la enfermera me dijo que había que esperar hasta las seis. Fueron las tres horas más horribles de mi vida. Me vinieron a la cabeza unas palabras que mi hermano me había dicho cuando yo estaba inconsciente, pero las recordaba: “No te preocupes, Juan, todo está bien”. Me dio una arrechera. “¡Cómo coño es que todo está bien si no tengo piernas!”. Lloré y empecé a pelear con Dios. Le decía: “¡Pero por qué a mí, si yo soy una buena persona, si yo soy un buen muchacho, si yo soy trabajador, si yo ayudo a mi mamá, si hay tanta gente que sale a la calle para hacer el mal, por qué a mí!”. Y con la rabia estaba la preocupación por Cristina, Gabriele y los motorizados. A las seis, entró mi mamá. Nos abrazamos y lloramos juntos. Yo lloraba como un bebé.
–¿Cuántos días estuviste en la clínica?
–Cuarenta. Al principio estaba abrumado. Soñaba una y otra vez con el accidente. Soñaba que todo volvía a pasar. Pero también hubo algo… y es que aun estando despierto, si cerraba los ojos sentía que había una silueta flotando encima de mí. Yo pensé: “Debe ser mi papá, que está aquí conmigo y no quiere que me vaya”. Para mí nunca ha sido un trauma no haber conocido a mi papá, porque cuando nací él ya se había muerto, pero lo más lógico es pensar que esa silueta que me acompañaba era él, quién más.
Juan Pablo se levanta para contestar una llamada y camina por la cafetería mientras conversa. La gente se voltea para mirarlo. Él ni cuenta se da. Vuelve, se sienta.
–¿Te incomoda que te miren?
–¿Quién?
–La gente.
–Ah no, para nada. Es normal. Yo haría lo mismo. No todos los días uno se encuentra con una persona amputada de las dos piernas.
Pero a Juan Pablo no solo lo miran por eso. Además tiene el aire de un David: del David de Miguel Ángel. No contento con ser alto, lleva rostro, porte y figura. Tras el accidente ganó peso y, luego de obtener las prótesis, decidió ponerse en forma. Dos pisos más arriba de la cafetería está el gimnasio donde entrena. Lo asiste un instructor que lo ha ayudado a labrarse un cuerpo griego –“un medio cuerpo”, repone él– que incluso le ha permitido participar en un certamen de belleza, en una competencia de fisicoculturismo y ser contratado como talento publicitario. Pero su meta no es ser ni míster ni modelo.
–¿Cuál es tu meta?
–Retarme, romper mis propias barreras y demostrar que no hay límites. Lo único imposible es lo que no te atreves a intentar. En la medida en que yo pueda ser un ejemplo puedo motivar a los demás. Eso es lo único que me interesa. Un día dejé de preguntarme “por qué” me había pasado lo que me había pasado y empecé a preguntarme “para qué”. Ese día todo cambió para mí.
–¿Qué pasó ese día?
–Que vi un video de Daniel Habif, el motivador, y fue como si se me ordenara el ajedrez de la cabeza, mi mente hizo clic. Yo había llegado al egoísmo de preguntarme por qué había perdido las dos piernas cuando ni a mi cuñado ni a mi novia les había pasado nada.
–Siguen juntos Cristina y tú.
–Sí, y eso que se lo advertí. Ya amputado le dije: “Mi amor, el Juan Pablo del que tú te enamoraste ahora es otro, así que yo comprendo si no quieres seguir”. Y Cristina, que es una mujer espectacular, me contestó que se quedaba conmigo.
–Has dicho en alguna parte que ahora eres más feliz que antes del accidente.
–Es verdad. Hoy tengo un propósito en la vida. Antes no estaba tan claro. Tampoco es que estaba perdido, yo estudiaba y trabajaba, todavía estudio, me falta poco para graduarme como administrador en la Universidad Nueva Esparta, pero ahora tengo un foco. Yo quiero retribuirle a la vida lo que me ha dado, ayudar a otros como otros me han ayudado a mí. Los gastos de la clínica, que fueron 117 mil dólares, los pagamos gracias al apoyo de la gente, y las prótesis me las donó una persona que todavía no sé quién es. Esa persona supo de mi caso por un story que publicó Luis Olavarrieta en Instagram, lo contactó a él y le pidió que sirviera de intermediario, porque no quería que nadie supiera su nombre, solo quería colaborar. Le dijo a Luis que me preguntara a qué clínica del mundo quería ir a comprar las prótesis y a hacer el tratamiento para volver a caminar.
–¿No te da curiosidad saber quién es esa persona?
–Durante un tiempo estuve obsesionado, pero ya no. ¿Sabes lo arrecho que es donarle a alguien unas piernas, ayudarlo a que camine otra vez y no esperar nada a cambio, ni las gracias, ni un abrazo? Para mí ha sido una gran lección.
Exhaustiva pesquisa mediante, Juan Pablo escogió ir al IPO, al Instituto de Prótese e Órtese, en Brasil, donde, a lo largo de casi tres meses, de diciembre de 2019 a febrero de 2020, el doctor Fabrício Daniel lo irguió y lo hizo alto y caminante otra vez. El donante pagó los pasajes y la estadía de Juan Pablo y de su mamá, y todos los gastos médicos.
–El 11 de diciembre fue la primera consulta –recuerda Juan–, el 12 me hicieron el encaje de las prótesis y el 13, agarrado de unas barandas, caminé. El doctor Fabrício me dijo: “En todo el tiempo que tengo como médico, nunca había conocido a nadie con una determinación como la tuya, te felicito”. Después vino lo duro: aprender a caminar solo, sin apoyo. Yo le mentaba la madre al doctor, porque me dolía, pero lo logré.
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Hoy en día, Juan Pablo Dos Santos da pasos en firme como director de una fundación que lleva su nombre: @fundacionjuanpablo2santos en su cuenta en Instagram. A mediados de 2020, Juan conoció la historia de Edwin Chacón, un chiquillo cumanense de 10 años de edad a quien tuvieron que amputarle ambas piernas cuando apenas contaba ocho meses de nacido, por una bacteria. La familia de Edwin no había tenido, hasta entonces, la posibilidad de sufragar el costo del tratamiento: la adquisición de las prótesis y el proceso de habilitación motriz. Pero resulta que Juan Pablo publicó un story en Instagram, alguien se comunicó con él y le pidió que sirviera de intermediario para que Edwin Chacón volviera a caminar… Con una condición: que nadie supiera quién era el donante, que ni Edwin ni su familia ni nadie supieran nunca cuál es la identidad del donante. A este respecto, Juan Pablo no suelta la menor prenda. Mantiene el secreto en caja fuerte. Dice:
–A mí me estaba pasando con Edwin lo que a Luis Olavarrieta le había pasado conmigo.
–Como si fueran cosas de Dios.
–Tal cual, y yo pensé: “Esto hay que hacerlo más serio”, y decidí crear la fundación. Porque las redes sociales son buenísimas, un story puede cambiar una vida, pero una fundación es mucho mejor: hay un objetivo preciso y puedes reunir esfuerzos. Ya Edwin tiene sus prótesis y cada vez camina mejor. Es un guerrero ese chamo.
Juan Pablo sonríe y se queda como a la espera de saber si hay más preguntas. No da la impresión de estar apurado; por el contrario, da la impresión de tener todo el tiempo por delante, pero le echa un vistazo al reloj. Es obvio que tiene agenda, y está convencido, porque lo ha dicho en otras entrevistas, que “hoy estás vivo, pero mañana quién sabe”.
–Una última una duda y terminamos: ¿tú ya no lloras nunca?
–Depende. El otro día me desperté en la noche y me puse a llorar. Pero no por lo que me pasó a mí. Es que me pongo ansioso porque quiero lograr todo muy rápido.
–¿Qué es todo?
–Hacer hasta lo imposible para que otras personas amputadas logren sus sueños.