Como todos los meses, Denise Rivera junta cuidadosamente los euros que se gana limpiando casas en Barcelona para enviarle entre 100 y 150 a su mamá en Tegucigalpa. “A veces puedo con más, a veces con menos”, cuenta esta hondureña que llegó a la península ibérica a finales de la década pasada.
Por Ricardo Ávila Pinto El Tiempo
Al igual que ella, personas de las más diversas nacionalidades en los cinco continentes siguen la misma práctica de mandar dinero a sus lugares de origen. De acuerdo con cálculos de la ONU, en 2020, el número de individuos que vivían en un país distinto al que los vio nacer ascendió a 281 millones, equivalente al 3,6 por ciento de la población total.
Es verdad que una parte de esos migrantes vive en condiciones de extrema pobreza y escasamente alcanza a mantenerse. Pero aquellos que ven mejorar su situación no olvidan los vínculos que dejaron atrás, comenzando por las responsabilidades con hijos, padres o hermanos.
Como consecuencia, el volumen de recursos que se mueve es enorme. Según el Banco Mundial, las remesas enviadas a los países de ingreso bajo y medio ascendieron a 540.000 millones de dólares el año pasado, un volumen que superó con creces los flujos de inversión extranjera directa, afectados por la pandemia.
Precisamente, la aparición del covid-19 hizo que los técnicos se equivocaran en sus proyecciones. Desde febrero de 2020 y a lo largo del segundo trimestre, las restricciones adoptadas para contener las cifras de contagio hicieron que el desempleo se disparara, golpeando con particular dureza a los trabajadores foráneos.
Para comenzar, quienes estaban de forma ilegal en su lugar de adopción no pudieron acceder a las ayudas entregadas por múltiples gobiernos. Adicionalmente, los ocupados por el sector de servicios –como el turismo, los restaurantes o el comercio– se quedaron sin ingresos durante semanas, con lo cual los giros se desplomaron.
Sin embargo, la sorpresa estuvo en la rápida recuperación observada. Si bien en el ámbito global las remesas cayeron 1,6 por ciento frente al dato de 2019, fue mucho menos que el 20 por ciento anunciado. A su vez, en América Latina y el Caribe crecieron en 6,5 por ciento hasta llegar a un nuevo máximo histórico: 103.000 millones de dólares.
Y las apuestas sostienen que esa cantidad seguirá en incremento, de la mano de la recuperación económica global que es la norma hoy en día. En lo que atañe a la región se prevé un aumento cercano al 5 por ciento, el doble del promedio mundial.
Más gente, más giros
Mención aparte merece el caso de los venezolanos, que siguen saliendo y cuyo número acumulado se calcula en seis millones. Desde el punto de vista migratorio, este es el cambio más significativo de las últimas cuatro décadas en la región, tanto por la cantidad como por la composición de la diáspora, cuyo nivel de educación es más elevado que el de otros grupos.
Nada hace pensar que venga una reversión. Dada la debacle de la economía de Venezuela y el hecho de que la reconstrucción tomaría mucho tiempo, aun si se produce un cambio de régimen pronto el número de migrantes subiría en al menos un millón más, de acuerdo con el BID.
En opinión de Manuel Orozco, quien es el director del Centro de Migración y Estabilización Económica y lleva años estudiando el asunto, “hay una dinámica fascinante” que trasciende el prejuicio usual de que todos los que van se dirigen hacia el norte. Para citar un caso concreto, la fuerte presencia de haitianos en Chile ha llevado a que este sea el segundo origen más importante de remesas para el país caribeño.
No menos llamativo es que la digitalización y el acceso al sector financiero cambiaron de manera sustancial y en muy poco tiempo la manera de mandar plata. Aparte de que los correos humanos con fajos de efectivo casi desaparecieron, opciones como PayPal o abrir una cuenta de ahorros para que alguien del mismo hogar haga retiros a miles de kilómetros de distancia son ahora la norma y no la excepción. Si antes el costo de una transferencia era alto, ahora se acerca al 3 por ciento, sostiene Orozco.
La realidad local
Todo lo mencionado ocurre en Colombia, con una particularidad. A diferencia de otros lugares, el país se caracteriza por ser un importante receptor de remesas, al tiempo que alberga a unos dos millones de venezolanos que equivalen a cuatro por ciento de la población total.
Bajo ese punto de vista, los datos deberían mostrar ingresos y egresos significativos, sobre todo al otro lado de la línea limítrofe. Pero en este último caso, el Banco de la República apenas registró giros por 122.000 dólares el año pasado.
La explicación de los conocedores es la falta de canales legales en Venezuela, dados los inconvenientes operativos y las condiciones del mercado cambiario. Aparte de lo anterior, es conocido que en estados como Zulia o Táchira, el peso colombiano se acepta para múltiples transacciones porque conserva su valor y sirve de refugio ante la inflación galopante.
Por esa razón, la informalidad es la norma y pasa por el uso de tarjetas débito hasta el tránsito de personas con billetes por incontables trochas. Hasta tanto no se haga una buena investigación sobre cómo operan los diferentes sistemas y cuánto dinero se manda en promedio, las incógnitas seguirán presentes.
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