Se llamaba Fort Hunt, pero fue conocido por su dirección postal, P.O. Box 1142. Quedaba a 20 minutos de Washington y allí interrogaron a más de tres mil nazis capturados luego de la Segunda Guerra Mundial. Micrófonos por todos lados, acribillados al intentar escapar y espías que se pasaron de bando
Por Infobae
Es una de las tantas historias ocultas de la Segunda Guerra Mundial, una que tardó décadas en develarse. A pocos kilómetros de Washington, Estados Unidos tenía un campo de prisioneros nazis. Un campo secreto, ilegal, a espaldas de la Convención de Ginebra.
Un campo de interrogatorios por el que pasaron 3541 oficiales y soldados nazis entre 1942 y 1946. De lo que sucedía allí nadie podía hablar. Y fue en ese lugar con nombre de casilla postal en que comenzó una de las mayores victorias de Estados Unidos en la Guerra Fría y, al mismo tiempo, uno de los grandes logros de la humanidad: la llegada del hombre a la luna.
Netflix estrenó pocos días atrás Camp Confidential, un breve documental animado de apenas media hora en la que narra parte de la sorprendente historia del P.O. Box 1142, el campo de prisioneros de guerra situado a menos de veinte minutos de la capital de Estados Unidos. En el documental dan testimonio dos de los soldados que participaron allí, dos de los escasos sobrevivientes que rompen el silencio tras casi ocho décadas.
El sitio se llamaba Fort Hunt. Pero nadie le decía así. El nombre con el que se lo conoció provenía de la dirección postal del lugar. Querían que el lugar no llamara la atención, necesitaban que pasara desapercibido. Alrededor no había otras viviendas ni construcciones.
Desde afuera nada hacía prever cuál era el destino de esa enorme propiedad. Unos muros altos y desnudos que terminaban en fardos de alambres de púas. Como acceso una doble puerta metálica que no dejaba ver hacia adentro. Se erguían también algunos atalayas de observación y guardia. Pero cuando se entraba tampoco se podía adivinar qué sucedía allí. Parecía un amable club de campo. Un chalet amplio y lujoso, cancha de tenis, pileta con agua cristalina, el pasto cuidado y varias barracas al fondo.
Lo que sucedía en ese lugar era secreto. Muy pocos conocían su existencia. Algunos dudan hasta que en la Casa Blanca estuvieran debidamente informados. En las poblaciones cercanas nadie sabía que había en esos micros con las ventanas tapiadas que pasaban de tanto en tanto a gran velocidad. Nadie vio entrar o salir de allí a gente. Los oficiales y soldados destinados al P.O. BOX 1142 no podían contarle a su familia ni cuál era su destino ni cuáles sus tareas.
A partir de 1942 todo nazi del cual se creyera que poseía información importante era enviado allí. Debían sacarle toda la información posible y procurar que desertaran de Alemania y trabajaran para ellos.
Las tácticas de persuasión eran variadas. Algunas imaginativas, otras crueles y también aquellas que se asimilaban peligrosamente a la tortura (pese a que los norteamericanos niegan que así fuera).
Los métodos eran diversos. Algunos soldados se hacían pasar por enviados de la Cruz Roja para garantizar a los prisioneros que estarían seguros; pero otros oficiaban de enviados soviéticos y los convencían de lo contrario, que en caso de no hablar podría ocurrirles lo peor, lo inimaginable. O algo de lo que ya habían oído hablar: un viaje sin escalas y sin regreso a Siberia. La amenaza de ser entregados a los soviéticos solía funcionar. Los nazis tenían pánico de los que los hombres de Stalin les pudieran hacer.
Un soldado norteamericano subió a un detenido nazi a la parte de atrás de una ambulancia, lo paseó durante una hora por el campo, y luego metió por el tubo de ventilación la manguera de una aspiradora lanzando polvo para que creyera que estaba siendo gaseado. El prisionero pidió a los gritos que pararan y les brindó la información que estaban buscando.
Pero también intentaban las charlas amables, por la vía de la seducción, asegurándole confort al prisionero. Les daban cigarrillos, licor, los dejaban leer los diarios, jugaban al ajedrez, a veces salían a pasear y hasta les conseguían mujeres. La idea era que colaboraran. Sin embargo cuando no lo hacían los métodos se endurecían de inmediato.
Los interrogatorios no eran el único modo que los norteamericanos tenían de enterarse las cosas. La ilusión de una vida normal, que los prisioneros pasaran mucho tiempo juntos y sin tensiones aparentes tenía otro fin: que se relajaran y que hablaran con confianza entre ellos durante las actividades cotidianas del día. El lugar estaba plagado de micrófonos. Posiblemente haya tenido la mayor densidad demográfica de dispositivos de escucha de la historia. Todo lo que hablaban los alemanes quedaba registrado. Una de las habitaciones de la casa había sido dispuesta como oficina de monitoreo e interpretación de esas escuchas.
Uno de los llevados a fue Werner Henke, comandante de submarino. Henke era conocido por su rudeza e impiedad. Su unidad había hundido un buque inglés y en lugar de asistir a los náufragos dio la orden de fusilarlos en el agua. El comandante se negaba a hablar hasta que un día un soldado se disfrazó de policía montado canadiense. Dijo que venía a detenerlo y llevarlo a Canadá. De ahí, todos sabían, sería enviado a Inglaterra dónde le esperaba la pena de muerte. Unos días después, Henke intentó escapar. Saltó unas vallas y cuando trepaba el paredón fue acribillado por los guardias. Al menos esa fue la versión oficial. Aun cuando hubiera logrado superar el muro, Henke no habría tenido dónde ir.
Entre los detenidos hubo comandantes, miembros de las SS, encargados de fábricas militares y espías célebres como Reinhard Gehlen, el militar y espía nazi que tras su paso por P.O.Box 1142 cambió de mando y fue vital en la CIA y en el mundo de la inteligencia de posguerra.
Uno de los logros de estos interrogatorios, además de descubrir infiltrados, la ubicación de algunos campamentos o tener información vital sobre cuestiones logísticas para que los ataques dolieran más, fue el de dar con la sede de la fábrica de los V-2, los temibles cohetes alemanes con los que Hitler bombardeó Londres y otras ciudades aliadas. En algún momento de la guerra se temía que Wernher Von Braun –el desarrollador del V-2- y sus hombres estuvieran trabajando en cohetes de tal alcance que pudieran atravesar el Atlántico y asolar ciudades como Nueva York o Washington. La fábrica fue destruida por los aviones aliados a partir de la información obtenida en Fort Hunt.
Simultáneamente a este centro de interrogatorios de nazis ilustres o importantes, allí funcionaba un cuartel de criptógrafos que decodificaban documentos y claves nazis. También se armaban los cursos que recibían los soldados norteamericanos sobre la conducta que debían tener en caso de caer en un campo de prisioneros enemigos y de qué manera evadirse.
Uno de los aspectos más discutidos del programa es que muchos de los soldados destinados allí eran inmigrantes europeos de origen judío que habían sido expulsados por los alemanes y sus familias masacradas. Sin embargo debían comportarse educadamente, asistirlos y hasta cubrir algunas de sus necesidades. Pero el idioma en común y el conocimiento cultural les permitían acercarse más a los detenidos.
Tras la caída de Berlín, parecía que el lugar se había quedado sin función alguna. Pero después de unas semanas de quietud, la maquinaria se volvió a poner en marcha.
Wernher Von Braun y otros científicos alemanes llegaron al lugar. La entrada a los Estados Unidos fue diferente a la del resto. Para que nadie supiera que él estaba allí, fue dejado en una isla cerca de Boston y luego llevado en una embarcación pequeña hasta la costa. No ingresó como otros inmigrantes. Se alojó en P.O. Box 1142. Vestía un largo abrigo de cuero negro y llevaba un sombrero. Nadie podía confundirse respecto a su origen. Él y sus compañeros venían de la Alemania nazi. Durante días sólo disfrutaron de las comodidades del lugar. Pileta, juegos de cartas, charlas, lecturas, cigarros después de comidas abundantes.
Luego llegaron los interrogatorios. En un principio fueron charlas amables, tanteos para descubrir hasta dónde se podía llegar. Los días pasaban lentos, sin demasiado que hacer. Les pedían nombres de otros científicos que pudieran estar interesados en colaborar con Estados Unidos. Había empezado la Guerra Fría. Los científicos alemanes eran muy disputados. Tanto que ambos lados estaban dispuestos a olvidar que se trataba de nazis. Von Braun en la fábrica subterránea que lideraba empleaba trabajadores esclavos provenientes de Buchenwald: no podía desconocer lo que sucedía en los campos de concentración. Pero ni él ni sus compañeros fueron tratados como criminales de guerra.
Los cuidaban jóvenes soldados llamados “Encargados de la Moral”. Su principal labor era que los científicos se sintieron cómodos y no se aburrieran. Estos encargados como muchos de los interrogadores eran judíos que habían escapado de Europa por la persecución nazi. Así y todo sentían que debían cumplir con su deber y hacer lo que sus superiores le ordenaran.
Cuando se acercaba Navidad, y pasadas varias semanas de hastío y pocos avances, Von Braun y los otros le pidieron a su encargado de la moral hacer unas compras para enviar a su país. Sus familias estaban pasando necesidades y ellos los querían ayudar. El comandante de la base secreta autorizó que se desplazaran hasta Washington, a una gran tienda para hacer compras a cargo del gobierno anfitrión. Cuando aparecieron vestidos con sus sacones de cuero negro, el soldado les pidió que se cambiaran. Parecían caricaturas de oficiales nazis. Pero ellos le aclararon que no tenían otra ropa. Compraron alimentos no perecederos, chocolates, té, café, algunos abrigos.
Después pidieron ir al sector de lencería femenina. Cuando la empleada les preguntó por los talles, los científicos sacaron de sus bolsillos centímetros y en voz alta hacían el traspaso de las pulgadas a los centímetros. Cuando la empleada les mostró una bombacha de encaje, Von Braun indignado pidió ropa interior de lana y larga, que cubriera las piernas. “¿Usted sabe el frío que hace en Europa?”, le reprochó. Al pasar al sector de los corpiños las cosas empeoraron. Siguieron hablando del frío pero hombres de ciencias al fin querían ser precisos en los talles. Así gesticulaban, discutían, metían sus puños en la copa de los brassieres.
Alguien llamó a la policía. Esos hombres vestidos de nazis y obsesionados con la ropa interior debían andar en algo raro. Fueron todos detenidos, incluido el joven soldado norteamericano que oficiaba de chaperón. No estuvieron más de diez minutos en el calabozo. Un llamado desde la base secreta los liberó de inmediato. Pero hasta que la situación de Von Braun y los otros no se regularizó, no volvieron a salir de shopping. En total más de trescientos científicos nazis cruzaron el Atlántico y trabajaron para Estados Unidos.
El P.O.Box 1142 se cerró definitivamente en 1946 cuando los científicos se insertaron en el sistema estatal de Estados Unidos en el desarrollo de las naves espaciales, armamentos y nuevas tecnologías. Uno de los compañeros de Von Braun fue Heinz Schilicke, el inventor de la detección de los rayos infrarrojos.
Trece años después del cierre de este campo secreto, Von Braun fue tapa de todos los diarios. Condecorado por el gobierno, considerado héroe nacional y llevado en andas por la gente en la calle. Desde su puesto de trabajo en la NASA, con todo su conocimiento en tecnología de los cohetes se había convertido en una pieza fundamental en el desarrollo del Plan Apollo. El antiguo habitante del P.O. Box 1142 fue el artífice de la llegada del hombre a la luna.