Zamora como elemento de destrucción, o como figura incapaz de contener las pasiones de la época, es la criatura que sale de los párrafos de Guzmán
Ricardo Becerra, un autor célebre de nuestro siglo XIX, en 1867 publica en El Federalista una severa crítica de la administración del mariscal Juan Crisóstomo Falcón. No le deja hueso sano y recibe una enfática respuesta de Antonio Guzmán Blanco. Comienza así una de las polémicas más destacadas de la época, y quizá de toda la historia de Venezuela, que ahora solo veremos en el contexto de la analogía que lleva a cabo el contestador en torno a los líderes prominentes de la revolución: el fallecido Ezequiel Zamora y Juan Crisóstomo Falcón, mandatario de turno. La comparación nos conduce a los límites que no quieren traspasar los victoriosos liberales, y tal vez a distancias y diferencias en torno a la manera de entender la política en adelante.
Ante las lapidarias letras de Becerra, Guzmán escribe seis extensos artículos bajo el pseudónimo de Alfa, en los cuales sale en defensa del presidente en cuya administración ejerce cargos de importancia. Pero no le basta con la exaltación de las virtudes de su jefe. También tiene el atrevimiento de establecer distancias con el héroe de Santa Inés, una de las figuras alrededor de la cual se había fomentado un culto desmesurado y a quien solo se atrevían a criticar los godos. Para desdeñar las desastrosas imperfecciones que el antagonista advierte en la administración de turno, Alfa se detiene en la escabrosa situación que se impuso después de la firma del Tratado de Coche, que concluyó la guerra, y en la necesidad de manejarla con las cautelas del caso.
Escribe:
Independiente de la voluntad de los hombres de la Federación, eran y son las pasiones del partido oligarca y las pasiones del partido liberal; independientes eran las persecuciones del uno y la exaltación del otro, y era independiente de toda humana voluntad el que los unos después del lustro cruento, sintiesen el deseo de las represalias, y que los otros temiesen los desastres consiguientes.
También era independiente de todo poder el eclipse del derecho consiguiente al triunfo de la fuerza.
Por esto el Mariscal Falcón no acometió desde 1863 el establecimiento de un régimen perfecto. Si lo hubiera acometido, habría chocado con el torrente revolucionario que salió, desbordado, quizá justamente de los montes contra los núcleos resistentes que sostenían la usurpación en las ciudades. En ese primer momento la onda la habría pasado por encima y nos habría inundado a todos. ¡Y obsérvese que esa inundación habría sido de sangre!
La guerra ha dejado una sociedad dividida, cuyo manejo requiere un pulso firme y una administración equilibrada. La afirmación tal vez no sea exagerada, dadas la intensidad del enfrentamiento y su extensa duración. Los que quieran calcular los corolarios de la conflagración no van descaminados si se aferran a las letras de Guzmán, que anuncian la posibilidad de nuevas violencias si no se sigue la política atemperada de don Juan Crisóstomo.
Agrega:
Pues, aparte utopías, en 1863, antes de Coche, no había más que uno de estos dos caminos. O entregar a los oligarcas al furor de la revolución para que en cambio aceptase ésta la violenta represión del desorden, o dejar la organización formal a la acción lenta del tiempo y al influjo de los nuevos elementos que la paz debía hacer surgir.
Tal es el camino escogido por Falcón, insiste Guzmán en un empeño que no carece de sentido y sobre cuya lógica no parece precisa la discusión. Sin embargo, el argumento se orienta hacia un derrotero que parecía innecesario debido a que de pronto establece un contraste con el general Zamora, quien tenía ya siete años de muerto y cuyos hechos no estaban en debate.
Detengámonos en el curioso fragmento:
Imagine usted con nosotros, que en lugar de perecer el general Zamora en San Carlos, hubiera perecido el general Falcón en El Corozo. Usted conoce a este jefe por no a aquel. Vamos a delineárselo, a ver si logramos llevar a la convicción de usted el contraste de la actual escena, con la que a la fecha alcanzaríamos por solo el cambio de caudillo.
El general Zamora tenía todas las condiciones del banderizo. Con las pasiones de la multitud, ella lo adivinaba y él la presentía siempre. Semejante a ella, sólo en la fuerza tenía fe y, como ella, la arbitrariedad era el camino más corto para sus propósitos. Veía en la confusión, y en la algazara oía. Lo mismo marchaba adelante que atrás como sintiese a su alrededor el mugido popular. Su enemigo y el de la causa, estaban siempre fuera de la ley; en sus más grandes triunfos nunca creyó que lo había abatido lo bastante. Gozaba entre los suyos de esa popularidad y esa admiración del que nada se reserva para el día después del triunfo de los enemigos, y que, por lo mismo, les tiene negado todo, desde la víspera de vencerlos. Zamora era una encarnación de la pasión revolucionaria. Su ascendiente sobre los federales estaba medido por el terror que a los oligarcas inspiraba».
Después de semejante caracterización, Guzmán interroga a Becerra:
Bien, suponga usted que este Zamora hubiera sido el jefe de la Revolución Federal: ¿cree usted que habría habido tratado de Coche? ¿Cree usted que Páez y los suyos, y con ellos, los epilépticos, y todos los que no fueran federales, habrían podido gozar una existencia, no solo segura, sino acatada, quizá mimada, por los vencedores? Zamora como elemento de destrucción, o como figura incapaz de contener las pasiones de la época, de respetar las distancias entre vencedores y vencidos sin prolongar el derramamiento de sangre, es la criatura que sale de los párrafos de Guzmán.
Una identificación entre el célebre conductor de tropas con los propósitos desbocados de la multitud, o la referencia sobre el manejo que podía y sabía hacer de los desbordamientos populares para orientarlos a fines egoístas, o el vocablo mugido que expresa para describir una irracional intención guerrera y para relacionarla con los objetivos del líder popular, completan el boceto de un protagonista destructivo, o de un político más proclive a la demolición que a la reconstrucción de la sociedad.
Ya sabemos que Guzmán escribe para defender a Falcón, cuyo gobierno ha sido vapuleado por Becerra desde El Federalista, pero pueden surgir interrogantes legítimas sobre su ataque descomedido de un personaje que el rival no había aludido en su artículo, ni formaba parte de las circunstancias que entonces se sometían a crítica. ¿Por qué una fulminación tan descontextualizada de Zamora? ¿Para defender a don Juan Crisóstomo había que hacer leña del difunto don Ezequiel? Tal vez anunciaba Alfa los tratos del futuro, la convivencia con los godos, o la intención de parecerse a ellos sin ocuparse de las necesidades del pueblo “feberal”. O quizá quisiera estrenar una valentía que no hubiese asomado si el paladín de Santa Inés viviera. Son posibilidades de entendimiento, mientras los lectores sugieren otras.