Lapatilla
Antes hubo dos pueblos que se fundieron en uno. Hoy no queda ninguno. Ni el mirador ni el refugio de pescadores que durante más de dos siglos fueron testigos del imponente relámpago del Catatumbo, el trueno salvaje y silente que destella aún en los días más oscuros.
Por Isabel Guerrero / Armando Info
Congo Mirador dejó de existir. Los niños que nadaban en la extensa laguna de agua dulce se convirtieron en abuelos y los peces que cruzaban debajo de los palafitos, entre pilotes de madera y cemento, han desaparecido. Se secaron los amplios canales por donde pasaban las lanchas en un recorrido que conocían de memoria, justo al lado de la escuela y cerca de la casa de lata azul con el nombre de Chávez pintado en su exterior; no quedan los hombres entonando las composiciones en décimas, ni las niñas bailando reggaeton y vestidas de reinas para el carnaval con el traje blanco de primera comunión, que aparecían al comienzo del documental Érase una vez en Venezuela, de Anabel Rodríguez. Se fueron las familias y se llevaron la alegría.
Hubo un tiempo en que las casas, ornamentadas con salpicaduras de colores vibrantes, parecían una flor flotando en el lago. Antes de la sedimentación, las familias nunca pensaron en irse del caserío; de hecho, poco conocían lo que había más allá de las fronteras del agua. Las familias congueras abrían las puertas para recibir el alba mientras el relámpago se ocultaba. Los palafitos eran su herencia y la cuidaban. Unos tenían pisos de cerámica, cocinas con mampostería, ventanales panorámicos con rieles de aluminio. Usaban las estacas de madera para sostener los arcos de los tragaluces cuando el calor se hacía insoportable, y adaptaron ventiladores de pared para espantar la plaga.
En las terrazas y corredores, meciéndose en hamacas como si fueran helechos, los habitantes de Congo Mirador veían pasar el tiempo. Algunas pequeñas casas siguen allí, pero de sus habitantes solo quedan recuerdos. Cuando había fiesta en el pueblo todos lo sabían. La gallera se llenaba de apostadores y gritos. Las piedras de dominó caían con fuerza en el bullicio de la la parranda.“Una vez me invitaron a unos 15 años”, recuerda Chelo Morales, mientras se incorpora para describir su traje. “Usé una camisa sin corbata y un saco, unos zapatos de vestir pero nada elegante”, cuenta con el entusiasmo de un citadino que llega para lucirse.
“La fiesta era tremenda, las mujeres elegantes y en tacones altos, y la comida… Habían servido copas con cangrejos y camarones, todo lo que conseguían aquí mismo”, sonríe. Porque, aunque ya había sido derrotado por el abandono, Congo Mirador era un pueblo alegre.
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