En algún momento “todos vamos a morir y ése es el chiste más negro y divertido”, dice con acidez el célebre Anthony Hopkins, quien se encuentra hoy, al filo del 2022, cumpliendo 84 años. “La vida es absurda, nos tomamos todo demasiado en serio”, agrega en otro reportaje el actor que le puso el cuerpo al temible caníbal y asesino serial, Dr Hannibal Lecter, en El Silencio de los Inocentes y ganó un Oscar, allá por 1991.
Por Infobae
Es también él quien le infundió alma al protagonista de la película El Padre, por el que se adjudicó su segundo Oscar como mejor actor, en abril de este año, convirtiéndose en el más añoso en llevarse la estatuilla dorada. Su magistral interpretación de un hombre mayor que debe enfrentar una progresiva pérdida de memoria logra que los espectadores vivan, en carne propia, la confusión y el temor que genera la enfermedad.
Inteligentísimo y disruptivo, Sir Anthony (título nobiliario que le fue entregado por la reina Isabel II en 1992) tiene una vida poco común y llena de anécdotas. Aunque no todas felices.
El día que Richard Burton marcó su destino
Philip Anthony Hopkins nació en Margam, Port Talbot, Gales, Reino Unido, el 31 de diciembre de 1937. Fue hijo único de Richard Arthur y Muriel Anne Hopkins, una pareja de panaderos que trabajaban de sol a sol para ganarse la vida.
La etapa escolar de Hopkins fue difícil y desalentadora. No se destacaba en nada: ni en el estudio ni en el deporte. Padecía dislexia, no tenía amigos y los profesores solían tratarlo como si fuese un inservible. “Me sentía el más tonto de la clase, quizá tuviera problemas de aprendizaje, pero… ¡era incapaz de entender nada! Mi infancia fue inútil y enteramente confusa. Todo el mundo me ridiculizaba”, le reveló al medio norteamericano The New York Times.
Anthony encontró refugio en la música, la pintura y el dibujo. Pasaba muchísimo tiempo solo y tardes enteras tocando el piano. A la revista Playboy le dijo sobre sus años de infancia: “Recuerdo el primer día de clase con aquel olor a leche podrida y abrigos húmedos. Me senté ahí, completamente petrificado. Ese sentimiento se quedó conmigo durante toda mi infancia y adolescencia”.
Sus compañeros lo bautizaron “el loco”. Y, así las cosas, llegó a los 17 años. Fue a esa edad, una mañana de sábado, que tuvo un encuentro breve, pero definitorio, con el famoso actor Richard Burton, quien también era de Port Talbot como él. Se acercó para conversar con él y pedirle un autógrafo. Burton le preguntó algo de rugby y Hopkins no supo responder. No entendía nada de deportes. Burton le tomó un poco el pelo y Hopkins se sintió horrible. “Fue la inseguridad y el sentimiento que tuve de ser la última mierda cuando le pedí el autógrafo, lo que me despertó la furia para saber que algún día me vengaría. (…) Burton me contó que se había hecho actor porque no servía para ningún trabajo. Luego, se subió a su Jaguar y se fue. No se veían muchos coches así en la posguerra. En aquel mismo momento comprendí que necesitaba salir de allí. Dejar de ser quien era para ser rico, famoso y exitoso. Empecé a soñar con vivir en los Estados Unidos”.
Se matriculó en un colegio galés de arte y drama y, luego, terminó su formación en Londres, en la Academia Real de Arte Dramático. En pocos años consiguió todo lo que se propuso y empezó a brillar.
Paternidad fallida y terapia
Se casó por primera vez, el 2 de septiembre de 1966, con la actriz inglesa Petronella Barker, con quien estuvo hasta 1972. Con ella tuvo a su única hija, Abigail Hopkins, el 20 de agosto de 1968.
Pero Anthony, según él mismo reconoce, era tan espantosamente egoísta que fue incapaz de hacerse cargo de ellas. Un día en que la pequeña lloraba sin parar se fue de casa y no volvió. Decidió que la vida familiar no era para él y las abandonó definitivamente. Abigail, quien heredó sus genes y es actriz y cantante, no se lo perdonó jamás.
En todo este tiempo con Abigail -quien ya tiene 53 años- hubo un solo intento de acercamiento. Fue en la década del 90. De ese período, en el que llegaron a trabajar juntos en dos películas -Tierras de penumbra (1993) y Lo que queda del día (1994), un filme profundo e inteligente donde él hace un papel inolvidable-, hay varias fotografías de padre e hija, sonrientes. Pero luego de esto, entre Abigail y Anthony, volvió la distancia.
Hopkins había fracasado una vez más en su intento de ejercer la paternidad.
Hace un par de años un periodista le preguntó a Hopkins dónde vivía su hija, el actor respondió con sinceridad: “Creo que en Londres”. Y cuando le inquirieron si sabía si había sido abuelo reconoció no tener la menor idea y pronunció una frase dolorosa: “Supongo que somos dos extraños”.
En otra ocasión dijo y, de alguna manera, le envió un mensaje a Abigail: “No creo que quiera saber mucho de mí. Probablemente tenga buenas razones. Dondequiera que estés, Abigail, te deseo suerte. La vida es la vida. Hay que seguir adelante”. “La gente rompe. Las familias se separan y ¿sabés? La vida sigue. La gente toma decisiones. No me importa…”, aseveró durante otra entrevista, restándole atención al tema.
A quienes le cuestionaron sus palabras les contestó: “Mi respuesta es fría, porque la vida es fría. A los hijos no les gustan sus padres… no es necesario que se amen”. La única certeza, por ahora, es que Hopkins lleva más de veinte años sin verla.
Anthony Hopkins ha sido siempre muy crítico consigo mismo y ha intentado destruir la percepción benévola que el público suele tener sobre él y sobre la idea de que es un caballero educado y sensible: “Puedo ser un tirano, sin escrúpulos. Yo quiero lo que quiero. Soy muy, muy egoísta. Algo me atormenta, no sé lo que es, pero me provoca mucha inquietud”, confesó en 1996, “Fui a ver a un psicólogo y acabé llorando en la primera sesión. ¡Sentí tanta vergüenza! A mí me enseñaron que los hombres no lloran”. Por supuesto, como es él, no volvió a terapia.
A un periodista que lo entrevistó para The Guardian, le reconoció que él venía “de una generación en la que los hombres eran hombres. Y la parte negativa de ello es que no se nos da bien recibir amor o darlo. No lo entendemos”.
A pura resaca
Su primer protagónico fue en 1971, pero la popularidad masiva le llegaría muchísimo más tarde.
A pesar de su primer fracaso matrimonial, un año después de divorciarse, en 1973, Hopkins reincidió: se casó con Jennifer Lynton, una asistente de producción de Pinewood Studios. La conoció un día que a ella la enviaron a buscarlo al aeropuerto londinense de Heathrow. La noche anterior el actor había perdido un vuelo por una tremenda borrachera y no querían más contratiempos.
Las cosas fueron bien y se trasladaron a los Estados Unidos: Hopkins iba tras su deseo de éxito y dinero.
En 1975 debutó en Broadway. Fue en estos años que se ganó la fama de ser una “actor temperamental”. Sufría ataques de ira y se agarraba a trompadas con los directores de cine. Bebía todas las noches y, a la mañana siguiente, llegaba al set con una espantosa resaca.
Cuando le daban sus rabietas, solía desaparecer por varios días en los que manejaba sin rumbo y no hablaba con nadie. Hasta que una vez sucedió algo que lo hizo asustarse de sí mismo. El 29 de diciembre de 1975, se despertó en un motel de Phoenix, Arizona. No tenía idea de cómo había llegado desde la ciudad de Los Ángeles hasta allí. ¡Eran 600 kilómetros! Su pérdida de control le infundió tanto miedo que dejó de beber de manera inmediata.
Al medio The New Yorker le confesó: “Admitir que tenía miedo me dio una libertad maravillosa. Me sentía inseguro, paranoico, aterrorizado. Temía no valer para nada, no encajar en ningún sitio”. Tanto lo marcó el asunto que hace justo un año, en la red social Instagram donde tiene 3,4 millones de seguidores, posteó: “Hoy, hace 45 años, tuve una llamada de atención. Me dirigía hacia el desastre bebiendo hasta la extenuación… Fue un mensaje breve y conciso en el que me preguntaban: ¿quieres vivir o morir? Por supuesto, yo quería vivir”. A la fecha, su video tiene casi un millón de reproducciones. Desde entonces se unió a Alcohólicos Anónimos y acude a sus reuniones.
Con Jennifer estuvieron casados 29 años, pero no fueron años rosados. Hopkins tuvo durante su matrimonio varios romances. Los dos más conocidos fueron con la modelo Joyce Ingalls, a quien conoció en las reuniones de alcohólicos anónimos, y con la guionista Francine Kay.
La revancha en 16 minutos
Su carrera iba en franco ascenso, aun así Hopkins no estaba conforme. Buscaba algo más. Esto fue así hasta que Gene Hackman, después de dudarlo mucho y a instancias de su hija, rechazó hacer el papel de Hannibal Lecter, en el filme El silencio de los inocentes. Luego se lo propusieron al escocés Sean Connery quien rechazó el guión porque lo consideró “asqueroso”. Como tercera alternativa alguien sugirió a Hopkins, creían que podía ser muy creíble para interpretar a un médico que se vuelve malvado. Compartiría pantalla con la actriz Jodie Foster, quien ya tenía un Premio Oscar.
Hopkins, aceptó. Fue en 1991 y su personaje tenía solo 16 minutos. A Hopkins le alcanzaron para quedar consagrado para siempre como “el mejor de todos”. Y, como no podía ser de otra manera, ganó su primer Oscar.
La película costó 20 millones de dólares, pero recaudó 272 millones en todo el mundo. Tal fue el éxito que Hopkins encarnó al psiquiatra psicópata dos veces más en Hannibal (2001) y en Red Dragon (2002). Su madre, cuando vio esa película, hoy un clásico del cine de terror, le dijo: “Siempre supe que eras extraño”.
El reconocimiento fue un bálsamo para su ego maltratado desde la niñez. “Quería curar mi herida interna, quería venganza. Quería bailar sobre las tumbas de todos los que me hicieron infeliz. Quería ser rico y famoso. Y lo he conseguido”, le resumió a la prestigiosa revista Vanity Fair.
El diagnóstico tardío, pero aliviador
En 2017 Hopkins reveló en una entrevista que padecía en grado leve del Síndrome de Asperger, un trastorno del espectro autista que afecta la capacidad de comunicarse con los demás. Ese diagnóstico tardío le permitió, por fin, encontrar la razón de su tendencia al aislamiento durante su infancia y juventud y de esa horrible sensación de no encajar en ningún sitio. Descubrirlo fue un verdadero alivio.
En el año 2002 se divorció de Jennifer Lynton. Ella quería vivir tranquila en Londres; él en la bulliciosa ciudad de Los Ángeles. “Jenni no lo entiende. A mí me encanta estar en Los Ángeles. ¡Es la tierra de Mickey Mouse! Hay tanto dinero. Más del que podría soñar. A ella le parece una ciudad de juguete, con un entusiasmo y efusividad sobreactuados. A mí eso es lo que me maravilla”, explicó. La fortuna de Hopkins estaba en ese momento calculada en unos 68 millones de euros. No trascendió cuánto le dio a Jennifer.
En 2003 se casó por tercera vez con la colombiana Stella Arroyave, quien tenía 18 años menos. Originaria de la ciudad de Cali, Stella había llegado a Nueva York, Estados Unidos soñando con ser abogada. Pero poco tiempo después terminó trasladándose a Los Ángeles buscando el sueño de ser actriz. Terminó recalando en Malibú, donde abrió un negocio de antigüedades y arte. En esa población en las afueras de Los Ángeles suelen vivir los artistas millonarios de Hollywood.
Allí en 2002 conoció a Anthony Hopkins que estaba transitando un tremendo bajón anímico. Fue un auténtico flechazo. Un año después estaban casados. En la ceremonia estuvieron nada menos que Nicole Kidman, Winona Ryder y Catherine Zeta Jones. El actor dijo de ella: “Estoy casado con una mujer optimista a prueba de todo, que es feliz desde que se levanta (…)Stella me enseñó a disfrutar de la vida y a tomármela de la forma que venga.(…) Ahora sé que cada día que vivo es un regalo”.
Ella también lo alentó para que pintara unos cuadros coloridos de enormes ojos que han llegado a venderse por 80 mil dólares. Hopkins también ha apoyado a su mujer en el mundo del cine. En 2007 incluso trabajaron juntos en la película Slipstream que dirigía Hopkins. Ella acaba de debutar como directora de cine con el filme Elyse, donde él hace de psiquiatra de una mujer que padece una seria enfermedad mental.
Un beso para papá
Aunque para él, a estas alturas, todos los premios y alabanzas sean tonterías sin importancia sostiene que trata “de cultivar el arte de la indiferencia, no en un sentido de frialdad, sino que las cosas que hace unos años creía importantes ahora no me lo parecen”.
Debe ser por eso que tiene fijación con algunos recuerdos de su infancia. La mente impone juegos. Y en el caso de Hopkins con cierta frecuencia se enfrenta a ellos: “Mi pasado me parece como un sueño, siento que no puedo hacerme responsable de nada, no sé por qué me hice actor, no lo recuerdo, tiendo a pensar que todo ha sido un solipsismo, que mis padres nunca existieron, solo son recuerdos”.
Entre sus recuerdos está uno de cuando su padre estaba internado en un sanatorio por problemas cardíacos: “Sabía que se estaba muriendo, que no iba a salir, pero de pronto me vi haciendo extrañas promesas; le dije que cuando saliera lo llevaría de viaje en coche desde Nueva York hasta Los Ángeles. Unos días después fui a verlo y estaba ahí sentado con un mapa de carreteras de los Estados Unidos, tan feliz”. Promesa que, por supuesto, no pudo cumplir. En esas horas finales, Anthony aprovechó para decirle a su padre que lo quería, nunca lo había hecho antes. Pero lo cierto es que solo se animó a besarlo una vez que murió.
El médico le informó que el corazón se le había agrandado por años y años de esfuerzo. Fue entonces que a Anthony lo acorraló la vergüenza y le confesó al diario The Guardian: “Cuando pienso en cómo mis padres se esclavizaron toda su vida en una panadería para ganar una miseria… veo que yo lo he tenido demasiado fácil. Me avergüenzo de ser actor. Debería estar haciendo otra cosa. Actuar es un arte de tercera. Nos pagan demasiado y nos hacen demasiado caso. Me gusta la atención y el dinero, pero me siento como un estafador”.
“Es muy doloroso saber que están muriendo, pero supongo que lo único que podés hacer es tranquilizarlos, hacerles saber que estás ahí”.
Cuando años después murió su madre, la que estuvo al lado para tranquilizarla fue su mujer Stella: “Mi esposa le dijo que cuando llegara al otro lado se reencontraría con su marido. Mi madre, que no era muy religiosa, le contestó: ‘¿Me saldrá muy caro?’ Tuvo mucho sentido del humor…”.
Quizá sea también por aquel pasado de sus padres de mucho esfuerzo para ganar dinero, que le quedó la obsesión de no soportar el desperdicio ni el derroche. Es de los que recorren las casas y van apagando las luces prendidas: “Tengo algo con el desperdicio. Me incomoda cuando pedís algo en Estados Unidos y te traen un gran festín. Es un desperdicio terrible. Y sí, apago las luces. Mi esposa me dice: ‘Por el amor de Dios, no seas como tu padre’. Y yo le digo: ‘No necesitás todas estas luces encendidas’. Ella me responde: ‘No vivimos en la Inglaterra de Charles Dickens’. Pero voy y las apago”.
También admite que le gusta tener su peso bajo control y que desayuna tres claras de huevo y tomates a la parrilla porque es bueno para la próstata y el corazón. “¿Carne? Poca. Prefiero pescado”, aclara.
Anécdotas y… la felicidad
Anthony Hopkins ha hecho de todo. Componer, dirigir, producir, pintar… Además de sus dos Oscar ganados, tuvo otra nominación, en 2019, por su papel como Benedicto XVI en la película de Netflix Los dos papas.
Si bien fracasó en el arte de ser padre, el éxito laboral no le ha sido esquivo. Además, ha dedicado dinero y esfuerzo para apoyar a diversas organizaciones caritativas para rehabilitar a mujeres drogodependientes, para recuperar a alcohólicos y para apoyar el cuidado del medioambiente.
También es maestro voluntario en una escuela de actuación en Santa Mónica, California. Su carácter volátil no pudo opacar su gran sentido del humor. Es famoso, por ejemplo, por sus ladridos a los actores antes de filmar una escena.
En la música debutó en el año 2011, cuando se estrenó un vals que había compuesto durante su juventud. El violinista y director de orquesta neerlandés André Rieu quedó fascinado al escuchar la pieza. Una vez más cosechó aplausos.
Entre las miles de anécdotas de su vida hay una de cuando filmó Amistad, con el gran cineasta Steven Spielberg. Asombró a todos los presentes memorizando un discurso de siete páginas en solo un rato y luego lo dijo de una. Spielberg le tenía tanto respeto que no se atrevió a llamarlo jamás por su nombre, le decía Sir Anthony.
“Actuar -dice Hopkins- no requiere ser un genio ni un gran esfuerzo intelectual… En El silencio de los inocentes, Jodie venía con un café en la mano, nos mirábamos fijamente a través de un muro de cristal y soltábamos el texto. Aún nos encontramos, a veces, para comer juntos y comentamos lo divertido que es este modo de ganarse la vida”. En referencia a su papel en El Padre dijo: “Cuando llegás a los 83 años, no sé si sos más listo o más estúpido, pero desde luego no perdés el tiempo pensando demasiado en vos mismo (…) A la hora de actuar, simplemente lo hago y ya está”.
Pero el costado vulnerable de Hopkins emerge cuando cuenta que, entre toma y toma de la película El Padre, se ponía frente a un espejo y repetía: “Esto es solo un juego ¿OK? No sufro demencia senil, estoy actuando, estoy actuando (…) Hay que tener cuidado con el mensaje que trasladás a tu subconsciente porque se lo puede creer. Yo le recuerdo cosas a mi cerebro, cuando me dice que me falla la memoria o que me estoy haciendo mayor, le digo que no, que sigo siendo joven y fuerte, y el cerebro se lo cree, de verdad que funciona”.
Cuando alguien le pregunta a Anthony Hopkins qué lo atrajo de algún proyecto no tiene ningún reparo en reconocer: “El dinero”. Con ironía dijo que, una vez que había llegado a la cima de Hollywood, solo había descubierto que “no había nada allí arriba”. Y hace autocrítica de su extremo narcisismo: “La fama me hizo creer el rey del mundo”.
Dice que por estos tiempos piensa mucho en su infancia y que sueña con elefantes como los que vio de pequeño en las películas. A Interview le dijo que rememora con frecuencia “un día que pasé con mi padre en la playa. Yo estaba llorando porque se me había caído a la arena un caramelo que me había comprado. Pienso en ese niño miedoso, que estaba destinado a crecer y a volverse un idiota en la escuela. Torpe, solitario, rabioso. Querría poder decirle: ‘¡No pasa nada, pibe! ¡Lo hemos hecho muy bien!”. Tan bien que no piensa dejar de actuar y se retirará solo cuando “se me caigan los dientes y el pelo”.
De hecho, la felicidad parece tenerla ahora más al alcance de su mano que en su juventud. El año pasado se hizo viral un video suyo en TikTok, donde tiene más de un millón de seguidores, bailando un merengue del artista puertorriqueño Elvis Crespo enfundado en un traje de baño colorado y una estridente camisa hawaiana.
Anthony Hopkins es la prueba de que los chispazos de felicidad pueden llegar en cualquier momento y, lo que es más importante, a cualquier edad.
Este caníbal, lo único que ha devorado es la misma vida.