Cuando tuvo que resignarse ante lo inaceptable, entregó el poder a su hermano Raúl y habló de la muerte, de la suya, con esa mirada profética y acaso candorosa que tuvieron los líderes mundiales de la Guerra Fría, en la última mitad del siglo pasado. Dijo que cuando él muriera, nada extraordinario sucedería en Cuba porque, en cincuenta años, su pueblo había adquirido un altísimo grado de cultura y concientización políticas.
Por Infobae
Esa profecía navega hoy en el mar proceloso de la realidad, en el que la conciencia nada a contracorriente de la libertad, de los derechos individuales más elementales y de un progreso que a Cuba le es negado desde hace más de medio siglo, desde que Fidel Castro entró en La Habana, el 1 de enero de 1959, para instaurar una revolución que se dijo socialista, para abrazar luego el comunismo y entregarse a los brazos de la entonces Unión Soviética; que despertó admiración, furor y fascinación en la izquierda del continente, al que su figura alta y barbada cambió para siempre.
Desde aquel día fundacional en Cuba, hasta el de su muerte, hace hoy cinco años, Fidel Castro, Fidel para la historia, gobernó con mano de hierro, alguna vez de seda, a ese “largo lagarto verde”, como describió Nicolás Guillén a la isla caribeña, y de alguna manera le dio una nueva identidad, le devolvió el orgullo perdido, lo encaminó hacia la eliminación de los altísimos índices de mortalidad infantil que tenía Cuba en los albores de la prodigiosa década del 60, a hundir en el olvido al analfabetismo, el treinta por ciento de los cubanos no sabía leer ni escribir en 1959, cuando Fidel tomó el poder por asalto y a consagrar también cierta excelencia médica que hizo famosos a los profesionales cubanos.
También fue implacable durante ese medio siglo con sus enemigos; las cárceles de Cuba se llenaron de presos políticos, sobre todo en los últimos años, cuando la oposición se hizo más fuerte, más valiente, más jugada y el modelo cubano empezó a dar muestras de resquebrajamiento. Miles de cubanos fueron obligados a emigrar desde el inicio de la revolución, o huyeron en las raras ocasiones en las que el régimen abrió sus fronteras; o arriesgaron sus vidas en cáscaras de nueces que desafiaron las aguas que separan a la isla de la meca, Miami, que también cambió para siempre después de la llegada de Castro al poder.
Quienes no pudieron escapar, se vieron encerrados en una especie de cárcel sin barrotes rodeada de un mar bellísimo que era al mismo tiempo esperanza y frustración. Fidel, que además de la revolución instauró el castrismo, mantuvo una férrea censura de prensa: el mundo llegó a Cuba a través de la única agencia de prensa estatal, Prensa Latina, y del único diario editado en el país, Granma, que es a la vez el órgano oficial del Partido Comunista Cubano. La mordaza alcanzó a Internet, que empezó a circular en apariencia para todos los cubanos recién en 2009. La web sirve de nada cuando el régimen cubano despliega sus estrategias estalinistas de control ciudadano.
La última manifestación opositora, planeada para el pasado 15 de noviembre, fue sepultada por el aparato estatal: La Habana amaneció tomada por agentes de policía y de la temida Seguridad del Estado, el gobierno declaró a la protesta ilegal, mantuvo a los líderes opositores cercados en sus casas, detuvo a quienes se animaron a salir a la calle y sofocó la protesta hasta dejarla con un hilo de voz, tapado por la algarabía verbenera de los castristas.
Cuba, que decidió en su momento exportar al continente su modelo armado de revolución, exporta ahora su modelo de socialismo siglo XXI, con su estrategia de destruir las democracias y heredar los escombros, del que la Venezuela de Nicolás Maduro y la Nicaragua de Daniel Ortega son ejemplos atroces y humillantes.
La exportación por parte de Cuba al resto de América Latina de ese nuevo modelo socialista, o su intención de exportarlo, también es un reflejo de los últimos pensamientos de Fidel que sostuvo que las ideas eran mejor que las armas, después de haber proclamado durante décadas lo contrario: Cuba cobijó y dio entrenamiento a los grupos guerrilleros del continente que fueron a pedir instrucción y guía, y armas a ser posible. Muchos de esos grupos estaban entonces alejados del comunismo, como los nacionalistas y católicos Montoneros del peronismo setentista: Castro entrenó a todo el mundo en un modelo a espejo, y en los mismos años, de Estados Unidos, que exportaba su teoría del dominó, un “estado ficha” que cae en el comunismo arrastra a sus vecinos, y su doctrina de la seguridad nacional mientras entrenaba a represores y expertos en torturas en su Escuela de las Américas y sostenía y financiaba a las más brutales dictaduras del continente.
Castro usó una lógica comunista de acero templado: “Si ellos internacionalizaron el bloqueo, nosotros internacionalizamos la guerrilla”. Del otro lado la réplica fue igual de templada: “No vamos a permitir otro Castro en América Latina”. El choque entre las dos concepciones, ensangrentó al continente por más de dos décadas.
En abril de 1961, después de un intento de invasión a Cuba por parte de un ejército mercenario financiado y apoyado por Estados Unidos, una idea del gobierno de Dwight Eisenhower que llevó adelante su sucesor, John Kennedy, Castro proclamó que Cuba era la primera república socialista de América. Ya contaba con el apoyo de la URSS. De esa forma, y a sabiendas de lo que hacía, ató el destino del continente a los designios todavía imprevisibles de la Guerra Fría: Estados Unidos ya no pudo mirar hacia el sur del Río Grande sino por sobre las charreteras verde oliva de Fidel, que lo consagraban comandante en jefe de las fuerzas armadas cubanas.
En 1962 la URSS de Nikita Khruschev instaló misiles atómicos en la isla, todos dirigidos hacia Estados Unidos, y el mundo estuvo al borde de la guerra atómica. El sentido común de Kennedy y Khruschev y la buena fortuna de ambos, evitaron la guerra. Khruschev aceptó retirar las armas atómicas y Kennedy se comprometió a no invadir Cuba. El retiro de los misiles soviéticos estuvo coronado por el fandango callejero de los cubanos que cantaron en esos días: “Nikita, mariquita / lo que se da no se quita”, según gustaba contar el gran periodista Rogelio García Lupo, que había fundado la agencia cubana de noticias junto a Rodolfo Walsh y a Gabriel García Márquez.
A la crisis de los misiles siguió el bloqueo comercial, industrial, cultural y científico más feroz desatado alguna vez contra un país latinoamericano, dictado por Estados Unidos y obedecido a ciegas, con excepciones honrosas, por todos los países del hemisferio que durante sesenta años no vendieron ni una tuerca, ni un tractor, ni un antibiótico a Cuba y, ya en los albores del siglo XXI, y aún hoy cuando el siglo lleva más de dos décadas, se asombraron con candor, sino con hipocresía, por la mala calidad de vida de los cubanos,
Castro sobrevivió también a once presidentes de Estados Unidos quienes, con más o menos celo, con diferentes métodos, algunos sofisticados y otros muy chambones, quisieron verlo muerto e impulsaron, pagaron, idearon o aceptaron una larga lista de atentados contra su vida encarados por la CIA, por la Mafia estadounidense o por los exiliados cubanos, por separado, a dúo o en criminal alianza.
Fue un protagonista de un tiempo convulso e irrepetible y habló cara a cara con los líderes que ayudaron a reconstruir el mundo de posguerra desde 1945 y a quienes ayudaron a parir el mundo de la posmodernidad: Jawaharlal Nehru, Gammal Nasser, Josip Broz Tito, Nikita Khruschev, Yasser Arafat, Indira Gandhi, Ahmed Ben Bella, Salvador Allende, Leonid Brezhnev, Mikhail Gorbachov, Jiang Zemin, François Mitterrand, Juan Carlos I de España y los papas Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco, entre otros.
Conoció e intercambió con las más grandes personalidades de la cultura, Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Ernest Hemingway, de quien guardaba como un tesoro una foto autografiada Arthur Miller, Pablo Neruda, Jorge Amado, Julio Cortázar, que mantuvo con Cuba un especial romance, Gabriel García Márquez, que se hizo cargo de la cátedra de guion de cine de la Escuela de San Antonio de los Baños y con José Saramago.
Tuvo con la Argentina una particular relación, signada por la figura de Ernesto “Che” Guevara y por cuatro visitas que hicieron historia.
Nació el 13 de agosto de 1926 en Birán y estudió poco tiempo con los sacerdotes lasallanos y luego con los jesuitas, en el Colegio de Dolores de Santiago y en la Preparatoria de Belén, en La Habana. Cuando Fidel Castro tenía ocho años, Cuba cayó en manos de Fulgencio Batista, un sargento taquígrafo del ejército, devenido en coronel, que rigió los destinos de la isla con la ayuda de Estados Unidos durante un cuarto de siglo. A los diecinueve años, ni bien terminada la Segunda Guerra, estudió derecho en la Universidad de La Habana con una obsesión: luchar contra la dictadura de Batista. Pero dos años después empuñó por primera vez un fusil para ir a Santo Domingo y luchar contra otro dictador del continente, Rafael Trujillo.
Y a sus veintidós años un argentino le salvó la vida. Castro viajó a Colombia en abril de 1948 para participar por Cuba en la IX Conferencia Interamericana de la Federación de Estudiantes Universitarios. Allí se vio envuelto, mejor dicho, se envolvió dado que lo vieron con un fusil en la mano, en los disturbios del “Bogotazo”, la revuelta popular que siguió al asesinato del líder liberal colombiano Jorge Eliécer Gaitán. Buscado y acorralado por la policía, Fidel fue llevado al aeropuerto y embarcado de urgencia a Cuba por otros jóvenes estudiantes entre los que estaba Antonio Cafiero, una historia que el propio Cafiero gustaba relatar a los periodistas.
Se recibió de doctor en Derecho Civil y Licenciado en Derecho Diplomático en 1950, después de fundar el Partido Ortodoxo que lideró desde 1952. Para entonces, ya estaba casado con Mirta Díaz Balart con quien tuvo un hijo, Fidel, un físico nuclear que murió en 2018. Fue en esos años cuando decidió oponerse a Batista con las armas.
En los años 50, Cuba era un satélite de Estados Unidos que compraba a la isla toda su producción azucarera, comercializada por once compañías americanas. Las empresas estadounidenses manejaban el cuarenta y ocho por ciento de las tierras cultivables, el noventa por ciento de la electricidad y de la telefonía, el setenta por ciento del petróleo y el cien por ciento de la producción de níquel. Según un censo de 1945, cuatro mil personas eran dueñas de más de la mitad del territorio cubano. La mafia estadounidense era dueña de los casinos, los burdeles y los hoteles de lujo de la isla y embolsaban las utilidades que dejaban el juego, la prostitución y el tráfico de drogas. Fue Cuba el ejemplo que se tomó para hablar de “el patio trasero de Estados Unidos”.
El Partido Ortodoxo pasó a ser el Partido del Pueblo Cubano y el 26 de julio de 1953, cuando en Buenos Aires se recordaba a Eva Perón en el primer aniversario de su muerte, los castristas, que todavía no lo eran, intentaron tomar el cuartel militar de Moncada y el de Bayazo, a ciento cincuenta kilómetros uno de otro. Todo salió muy mal: los rebeldes no tenían ni preparación militar, ni armas suficientes, ni experiencia alguna en combates. Sufrieron decenas de muertos y quienes no fueron fusilados luego, o asesinados en la tortura, fueron a la cárcel, Castro entre ellos.
En el juicio, el abogado Castro decidió defender al guerrillero Fidel. Desplegó en la sala de audiencias todas sus dotes de orador y su capacidad enorme de conmover y cautivar a un auditorio, condiciones que lo acompañarían el resto de su vida, y lanzó durante su alegato la célebre frase final: “Condenadme, no importa: la Historia me absolverá”.
Antes, había trazado un fresco implacable de la realidad cubana: “(…) De tanta miseria sólo es posible liberarse con la muerte; y a eso sí los ayuda el Estado: a morir. El noventa por ciento de los niños del campo está devorado por parásitos que se les filtran desde la tierra por las uñas de los pies descalzos. (…) Crecerán raquíticos, a los treinta años no tendrán una pieza sana en la boca, habrán oído diez millones de discursos y morirán al fin, en la miseria y la decepción”.
Y, para justificar su rebelión armada, citó la Declaración Universal de los Derechos del Hombre de la Revolución francesa: “Cuando el gobierno viola los derechos del pueblo, la insurrección es para éste el más sagrado de los derechos y el más imperioso de los deberes. (…) Cuando una persona se apodera de la soberanía debe ser condenada a muerte por los hombres libres”.
Lo condenaron a quince años de cárcel en Isla de Pinos, a donde fue a parar junto con su hermano Raúl, cinco años menor, y con otros dieciocho rebeldes. Fue detrás de las rejas que se divorció de su mujer y creó el “Movimiento 26 de Julio”, en honor a la noche del asalto al Moncada. El 15 de mayo de 1955 se acogió a una amnistía presidencial y se exilió en México, donde conoció a Ernesto Guevara, que había llegado tras salvar la vida por un pelo y lograr huir de Guatemala, con la ayuda de la diplomacia argentina, luego del golpe militar pro norteamericano que derrocara en 1954 a Jacobo Arbenz.
El 25 de noviembre de 1956, Fidel, Raúl, el Che y otros 80 guerrilleros abordaron el yate Granma con rumbo a Cuba y con la idea de instalar un foco revolucionario y derrocar a Batista. Fue otro desastre: el barco encalló, el grupo perdió parte de sus provisiones y el ejército de Batista los ametralló con especial dedicación. Los sobrevivientes, entre ellos los hermanos Castro, Guevara y Camilo Cienfuegos se internaron en la Sierra Maestra y lanzaron una guerra de guerrillas que fue apoyada por buena parte la sociedad cubana.
El 1 de enero de 1959, barbados, con trajes de fajina sucios y en tanques del ejército de Batista que había huido al extranjero la noche anterior en pleno festejo por el año nuevo, los rebeldes castristas entraron en La Habana y Fidel se convirtió en primer ministro y comandante de las fuerzas armadas.
Hasta llegar al poder, Castro jamás reveló sus convicciones marxistas, como confesó años después al periodista francés Ignacio Ramonet para su Fidel Castro – Biografía a dos voces. Estados Unidos, que tenía infiltrado al movimiento guerrillero de Sierra Maestra, siempre tuvo la convicción de que Castro era el menos peligroso de todos los comunistas del movimiento. La mira de la inteligencia americana estaba puesta sobre Guevara y la CIA lo puso muy temprano como objetivo a eliminar: lo fue incluso cuando era ministro de Industria de Castro. En el momento de su muerte en Bolivia, en octubre de 1967, Guevara dialogó con el hombre que luego autorizaría su asesinato, descubrió que no era boliviano, que era cubano y de la CIA. Acertó en todo: era el agente Félix Rodríguez, amigo personal de George H. W. Bush que luego sería director de la CIA y presidente de Estados Unidos.
Castro, que tenía 33 años al llegar al poder, aparecía como un líder liberal, romántico, idealista. Así fue recibido en su primera gira por América Latina, en abril y mayo de 1959. Visito Venezuela, Uruguay y Argentina. La revolución bajo su mando ya había desatado una serie de juicios populares que habían mandado al paredón de fusilamiento a ex miembros del régimen de Batista. No hubo entonces críticas ni a Fidel, ni a Guevara, que también se cargó a los hombros esa tarea. En la Argentina, al cumplirse el primer año de gobierno de Arturo Frondizi, Castro fue recibido como un héroe. Por un lado, lo aplaudieron quienes simpatizaban, o habían sido parte, de la Revolución Libertadora que había derrocado a Juan Domingo Perón en 1955, habían fusilado a un grupo de militares y civiles en junio de 1946 y veían a Fidel como al líder que había derrocado a un “Batista-Perón”. Por otro lado, lo ovacionaron los simpatizantes de la izquierda que veía no muy lejana su hora de empuñar las armas para imponer sus ideas.
Las esperanzas de un Castro liberal, hasta socialista si era inevitable, se esfumaron cuando su gobierno impuso una serie de políticas destinadas a mejorar la educación, terminar con en analfabetismo, mejorar los niveles de salud y sancionar una reforma agraria. Para esto último, Fidel expropió las empresas extranjeras, americanas en su mayoría entre las que figuraban la mítica United Fruit, y las refinerías de Texas Oil Company, Shell y Esso. En represalia, Estados Unidos redujo la importación de azúcar y las relaciones entre los dos países, untadas con el óleo de la desconfianza, empezaron a agrietarse.
Para sostener su proceso revolucionario Cuba buscó armas en el bloque soviético porque Estados Unidos mantuvo un embargo a Batista y porque el gobierno Eisenhower pidió a Francia y a Inglaterra que no vendieran armamento a la Cuba de Castro. La URSS autorizó el primer embarque de armas soviéticas a través de Checoslovaquia: fue el primer paso de una alianza estratégica, económica y militar que duraría hasta la caída del comunismo, en 1991.
En septiembre de 1960, después de las nacionalizaciones de empresas americanas, Fidel viajó a New York para participar de la Asamblea Anual de Naciones Unidas. Fue tan mal recibido que le negaron alojamiento en los principales hoteles de Manhattan. Fidel se fue al hotel Theresa, en pleno barrio negro de Harlem, hotel que pasó a la historia por el abrazo que se dieron en la puerta Fidel y Khruschev. El 3 de enero de 1961, Cuba y Estados Unidos rompieron relaciones diplomáticas.
La invasión a Bahía de Cochinos de 1961 hizo que Castro decretara que Cuba era ahora la primera república socialista de América y admitió lo que había sido siempre: se declaró marxista leninista. Cuba fue expulsada de la OEA en la reunión de cancilleres de Punta del Este, en enero de 1962 y Castro creyó entonces que podía y debía exportar su revolución: el hemisferio había cambiado para siempre: en América Latina crecieron y desarrollaron partidos y movimientos de izquierda y surgieron los primeros grupos armados al estilo cubano, mientras los gobiernos de la región se hacían más duros, empezaron a proliferar las bandas paramilitares y quedó abierta la puerta de una violencia que iba a arrasar parte del continente.
Cuando la crisis de los misiles de octubre de 1962, Estados Unidos decretó el bloqueo de Cuba, una “cuarentena” en términos legales, para evitar la llegada a La Habana de más ojivas nucleares. La isla ya almacenaba noventa que habían llegado en barcos custodiados por submarinos soviéticos armados también con misiles de corto y mediano alcance que por milagro no se enfrentaron con los destructores americanos. Nada de esto se supo sino hasta muchos años después.
Un de los primeros focos guerrilleros exportados por Cuba tuvo como destino la Argentina. Fue liderado por Jorge Masetti, periodista de Radio El Mundo que había sido enviado para cubrir la aventura de los guerrilleros en Sierra Maestra y se había convertido en uno de ellos. Guevara tenía especial interés por traer la experiencia guerrillera. Era más cercano al comunismo chino que al soviético. O era receloso del comunismo soviético y se había acercado al chino sin otras opciones. Según contó Castro a Ramonet, Guevara le había hecho un pedido muy especial antes de embarcarse todos en la aventura del Granma: “Fidel –dice Castro que le dijo Guevara– Yo, lo único que quiero es que, cuando triunfe la Revolución en Cuba, por razones de Estado ustedes no me prohíban ir a Argentina a hacer la revolución”. Palabras más o menos, lo mismo le iba a decir Guevara a Frondizi en su entrevista de agosto de 1961 en la residencia de Olivos, según contó Frondizi a un periodista argentino en 1989.
Masetti fue el líder del EGP, Ejército Guerrillero del Pueblo, que sucumbió en 1964: algunos de sus miembros fueron fusilados por sus compañeros por supuestas prácticas anti revolucionarias y otros, Masetti incluido, se perdieron en la selva salteña y es posible que hayan muerto de hambre.
Castro visitó la URSS en 1963 y 1964, fue declarado Héroe de la Unión Soviética por Khruschev y concentró la mayoría de los cargos decisorios en Cuba: secretario general y miembro del Buró Político del Partido Comunista cubano. La URSS fue el gran sostén económico de Cuba en esos años: compraba a precios altos la producción azucarera de la isla y les vendía a precios más bajos los insumos indispensables para su supervivencia. En los años 70 el régimen de Castro revisó la estructura económica de la Revolución y estrechó aún más sus lazos con la URSS, recibió al socialista Salvador Allende, que encarnaba en Chile un proyecto todavía en ciernes, el de “la vía pacífica al socialismo”, ahogado en 1973 por un golpe de Estado ordenado por Richard Nixon, tejido por la CIA y apoyado por Henry Kissinger.
Cuba se acercó en esos años a Chile y Argentina. En 1971 visitó a Salvador Allende, que había asumido meses antes, en 1970, y le regaló la ametralladora con la que el presidente se quitaría la vida bajo las bombas golpistas en la Casa de la Moneda. Y en 1973 aplaudió la decisión del flamante gobierno peronista de Héctor J. Cámpora de reanudar relaciones diplomáticas y comerciales con Cuba y vender tractores a la isla, toda una audacia para la época diseñada por el ministro de Economía de Cámpora, José Ber Gelbard, un comunista en secreto y agente de la KGB más secreto todavía. La caída de los gobiernos democráticos de Brasil, Argentina, Chile y Uruguay, más las dictaduras eternas de Paraguay y Uruguay dejaron a Cuba más aislada
En 1974 las primeras elecciones que en 1959 Fidel había prometido inmediatas, le dieron un masivo triunfo. En 1977, con la llegada a la Casa Blanca del demócrata James Carter, Cuba y Estados Unidos reanudaron parte de sus relaciones e instalaron en cada país una “oficina de interés” que obraron como virtuales embajadas. Cuba no cedía en su ayuda militar en África y América Latina. Lo hizo en favor de la independencia de Angola en su lucha contra tropas del Zaire y Sudáfrica; colaboró con soldados bajo el mando de oficiales soviéticos en Etiopía, una vez derrocado Haile Selassie y en plena guerra con Somalia. Apoyó al Frente Sandinista de Revolución Nacional que en 1979 derrocó en Nicaragua al dictador Anastasio Somoza y extendió esa ayuda logística y militar a los movimientos guerrilleros del Salvador, Guatemala y Honduras.
En 1980 cerca de diez mil personas ocuparon en La Habana la embajada de Perú y exigieron salir de la isla. Castro habilitó el puerto de Mariel para un éxodo masivo, reivindicado hoy por la comunidad homosexual cubana, perseguida por el castrismo. Ciento veinticinco mil cubanos se instalaron entonces en el sur de Miami
La caída del Muro de Berlín en 1989 y de la URSS dos años después, dejaron a Cuba librada a su suerte. Castro mantuvo su fe comunista e intentó una leve reforma económica para aliviar una crisis que ya se veía catastrófica. Entrados los años 90, nacieron los balseros, cubanos que se largaban al agua en cualquier cosa que flotara, o que tuviese posibilidad aun remota de flotar, para alcanzar las costas estadounidenses. La pobreza, la falta de insumos, de recursos y de tecnología, el atraso de un país entero que parecía detenido en le tiempo, con paredes y edificios descascarados como estaban descascarados los principios revolucionarios de tres décadas atrás, profundizaron el descontento y la decepción que Castro siempre atenuó con elogios desmesurados y con su verbo inflamado y con el apoyo incondicional de miles de seguidores.
Si tuvo un plan, fue el de adaptar a Cuba a los nuevos tiempos sin desviar el curso de la revolución. Es lo que dijo en la celebración de los cincuenta años de las Naciones Unidas, en 1995. Aún Así, Estados Unidos promulgó la ley Helms-Burton que obstaculizaba las inversiones extranjeras en Cuba.
Era difícil, sino imposible, adaptar a Cuba a un mundo que había dado varias vueltas de carnero sin que La Habana hubiese querido enterarse. Como un símbolo de esa relativa apertura, Fidel recibió en La Habana al papa Juan Pablo II, un polaco que sabía muy bien lo que era el comunismo y que demandó mayor libertad religiosa en la isla: “Que Cuba se abra con todas sus magníficas posibilidades al mundo y que el mundo se abra a Cuba, para que este pueblo, que como todo hombre y nación busca la verdad, que trabaja por salir adelante, que anhela la concordia y la paz, pueda mirar el futuro con esperanza”, dijo el Papa en el inicio de una gira de cinco días que estremecieron a la isla. Castro dio un giro dialéctico al mensaje del Papa e impulsó: “La unidad entre cristianos y marxistas para alcanzar el socialismo”.
Con la llegada del siglo XXI, las inversiones españolas, de parte del resto de Europa y de Canadá en el rubro turismo aliviaron el aislamiento cubano. Fidel viajó a Francia, Italia, España, Portugal, Colombia, México, Venezuela, donde ya gobernaba Hugo Chávez, y a América Central y empezó a padecer sus primeros achaques: mareos y desvanecimientos lo alejaron en parte de sus kilométricos discursos públicos, que fueron durante cinco décadas parte de su sello personal.
En 2003 volvió a la Argentina para la asunción de Néstor Kirchner y dio un discurso en las escalinatas de la Facultad de Derecho seguido por miles de jóvenes, su público preferido. También recibió abucheos e insultos por el fusilamiento de tres secuestradores de una barca de pasajeros en La Habana: fue la última vez que se aplicó en Cuba la pena de muerte, que se mantiene vigente pese al clamor internacional por su abolición.
En 2004 Castro cuando bajaba de un estrado en Santa Clara, tropezó y cayó: se fracturó la rodilla izquierda y el húmero derecho, según un diagnóstico que él mismo hizo, faltaría más, tendido en el suelo y cuando lo auxiliaban. En 2006 una hemorragia intestinal lo puso frente a la muerte, a la que le hizo una última gambeta. Dos años después, el 19 de febrero de 2008, delegó el poder en su hermano Raúl, “para perfeccionar el socialismo”. Aunque se mantuvo activo hasta 2012, año en el que analizó y enjuició en artículos del Granma la vida política de Cuba y del mundo, sus apariciones se hicieron cada vez más espaciadas.
El 25 de noviembre de 2016, Raúl Castro anunció en un comunicado emitido por la televisión cubana, que Fidel había muerto a las 22.29, hora local.
Según sus deseos, fue cremado. Sus cenizas fueron honradas en la Plaza de la Revolución y, desde allí y al día siguiente, inició un largo viaje de novecientos kilómetros a lo largo de la carretera central de la isla, en un viaje de retorno al que había hecho la “Caravana de la libertad” en enero de 1959. Finalmente, el 4 de diciembre, ante su viuda, sus hijos Raúl depositó la urna en el nicho familiar en forma de roca del Cementerio de Santa Ifigenia.
Algunas versiones afirman que Castro dejó a su familia una fortuna calculada en novecientos millones de dólares.