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Centenares de niños extranjeros ocultan el dolor de la migración jugando en vías públicas o albergues, mientras que sus padres, algunos llorando, claman en Honduras por más solidaridad para continuar con su viaje a EE.UU., en una odisea que algunas familias la iniciaron hace dos meses.
La mayoría de los niños son venezolanos y colombianos, aunque también los hay cubanos, haitianos, asiáticos y africanos, como parte de la oleada migratoria que está enfrentando la Ciudad de Danlí, departamento de El Paraíso, en el oriente de Honduras, fronterizo con Nicaragua.
Ignorando por su corta edad lo doloroso que ha sido para su familia abandonar su país de origen, muchos niños y niñas se entretienen en Danlí con juguetes de plástico, otros armando pequeños rompecabezas, mientras que algunos, enfermos, son cargados y amamantados por sus madres bajo la sombra de un árbol.
Los miles de migrantes que están ingresando por el oriente de Honduras no pretenden quedarse en el país, sino salir lo más rápido posible para seguir en ruta hacia Estados Unidos, lo que se les dificulta a la mayoría por falta de dinero, según sus relatos, para viajar hasta Agua Caliente, punto fronterizo con Guatemala.
Son tantos los que están llegando a Danlí, que la capacidad de la ciudad para atenderlos ha sido rebasada, por lo que el jueves el Gobierno que preside Xiomara Castro, en coordinación con varias instituciones públicas y privadas, inició el traslado gratuito hasta Agua Caliente de al menos 1.300 migrantes en 18 autobuses.
El clamor generalizado de los migrantes latinoamericanos es por ayuda para descansar, comer y movilizarse a la frontera con Guatemala, por falta de dinero, lo que no ocurrió el jueves con un grupo de chinos que, con solvencia, fletaron un autobús y continuaron su viaje.
En Honduras, los migrantes también han sido beneficiados con una amnistía para no pagar 270 dólares por un salvoconducto, dijo a EFE en Danlí un oficial del Instituto Nacional de Migración.
“HAY GENTE QUE ES PEOR QUE LA MISMA SELVA”
La migrante venezolana Yeleida Quintero, acompañada por otros once miembros de su familia, entre ellos siete niños, encabeza uno de los grupos familiares de migrantes que el jueves por la noche pudo viajar en el último autobús que salió hacia Agua Caliente.
Quintero, enfermera, de 50 años y natural de Carabobo, relató a EFE que lo peor del viaje, con sus dos hijos y nietos, que emprendieron hace 23 días, ha sido la falta de solidaridad y los abusos, por cobros legales e ilegales, que sufrieron principalmente en Nicaragua.
“Llegar aquí ha sido una travesía grande. Hay países en los que sí prestan ayuda, otros no. El último que pasamos, Nicaragua, fue fatal, lo poco que traíamos -de dinero- nos lo quitaron”, con cobros indebidos, de más de 200 dólares por cada uno de su familia.
“No tienen amor hacia las personas, se ha perdido el respeto hacia el ser humano, fue terrible en un país que no los culpo porque me imagino que también ellos están en la misma situación de pobreza como nosotros en Venezuela“, enfatizó Quintero.
La migrante venezolana comparó lo sufrido en el Tapón del Darién en Panamá y Nicaragua diciendo que en principio pensaban que la selva del primer país, fronterizo con Colombia, “era lo peor”.
Pero después de lo que vivieron en Nicaragua, Quintero considera que “hay gente que es peor que la misma selva”.
Señaló además que el salario que recibía por su trabajo de enfermera en Venezuela era equivalente a 25 dólares mensuales.
TRES DÍAS SIN COMIDA PARA SU HIJO EN EL DARIÉN
La voz se le quiebra a Wilmari Gamero, migrante venezolana de 20 años, al describir, llorando, la odisea que vivió en la selva del Darién, con su esposo, su hijo de dos años, y un cuñado.
Gamero llegó hace nueve días a Danlí, donde dijo a EFE que en la selva del Darién le robaron la comida que traía para su hijo, y que les tocó dormir alrededor de árboles porque no tenían un carpa.
“Como somos cuatro, nos tocaba poner al bebé en medio para cobijarlo, para que no se le acercara un animal. Mi hijo lloraba, me pedía comida y no podíamos darle porque nos robaron. Me arrepentí muchas veces de haber traído a mi hijo, decía qué hago aquí adentro con un niño pequeño, sin nada de comer y nadie me quiere ayudar“, subrayó.
Indicó además que la única solidaridad que tuvo fue de una familia ecuatoriana y otra peruana, que les dieron “algo de comida” y que en la selva bebían agua contaminada de un río en el que han muerto muchos migrantes.
“Yo decía Dios mío cuándo vamos a salir de la selva. Sentía que mi hijo -que se le enfermó varias veces en todo el trayecto hasta Honduras- se me iba a morir porque no tenía comida”, dijo la migrante, quien además recordó que en su país era universitaria de Bellas Artes y trabajaba vendiendo arepas y empanadas para pagarse sus estudios.
Gamero esperaba este viernes poder llegar con centenares de migrantes que llevan varios días varados en Danlí, hasta la frontera con Guatemala y continuar hacia a Estados Unidos.
EFE