Respeto: una palabra que cada día se devalúa más, pero que ha sido una de las columnas vertebrales de una mujer íntegra como Mariíta
Hoy vino Mariíta. No la veía desde antes de que comenzara la pandemia. A sus 84 años sigue estupenda, con una energía y un ánimo envidiables. Me encantó encontrarla tan bien y poder abrazarla en vivo, no a través del teléfono.
Mariíta nació y creció en la casa de mis bisabuelos porque su mamá, Amelia, trabajaba con ellos. Es cinco años menor que mi mamá, y contaba mi abuela que mi mamá juraba que Mariíta era suya. Quería estar con ella todo el tiempo. Hay una foto de cuando ella tenía como un año, sentada entre los juguetes de mi mamá, donde parece una muñeca, una negrita linda de mirada inteligente. Todavía es una mujer bonita.
Luisa, su hermana mayor, sí es contemporánea con mi mamá. Pero, por alguna razón, mi mamá la pellizcaba y cuando Luisa lloraba −porque no se defendía− mi mamá no quería jugar más con ella. A Mariíta, quizás por su carácter recio desde bebé, nunca la pellizcó. Todo lo contrario, como dije antes, era su consentida.
Cuando mis hermanos y yo le celebramos con una fiesta sorpresa los 60 años a mi mamá, “los primeros chicharrones”, como ellas mismas decían, fueron Luisa y Mariíta, quienes gozaron un puyero reconociendo y compartiendo con los primos y amigos de toda la vida de “Hercilín”, como siempre la llamaron hasta que se casó: Mariíta entonces empezó a decirle “señora Jaimes”, si estaban en público. Aunque inútilmente mi mamá le decía que no la llamara así, ella, de manera invariable, respondía: “es para que las otras que vengan a trabajar aquí no te vayan a faltar el respeto”.
Respeto: una palabra que cada día se devalúa más, pero que ha sido una de las columnas vertebrales de una mujer íntegra como Mariíta.
Cuando pienso cómo gran parte de nuestro pueblo se convirtió en un parásito esperando que le regalaran todo, de inmediato salta Mariíta en mi memoria. Hasta ahora está activa, no le gusta pedir, ni que la mantengan. Ha trabajado toda su vida, levantó a sus siete hijos que son como ella, incansables y diligentes, echados pa´ lante y responsables, como solían ser los venezolanos.
Mariíta nunca faltaba al trabajo. Siempre estaba con una sonrisa a flor de labios. Si tenía problemas −que ha debido tener muchos− nunca la oí quejarse. Más bien, su alegría sigue siendo contagiosa. Cuando se ríe a carcajadas, cosa que hace con frecuencia, es una fuente de buena vibra.
Así como ha sido buena madre, fue buena hija. Su mamá, Amelia, tuvo una demencia senil agresiva. Más de una vez le sacó un cuchillo de cocina y le decía que la iba a matar. Y Mariíta lidió con ella con paciencia y mucho amor.
Para mis hijas siempre es una fiesta que Mariíta venga de visita. El grito de emoción de Tuti cuando la vio esta mañana lo han debido escuchar los vecinos. Luisa vivió conmigo un par de años y también se pegaron mucho con ella, porque Luisa es muy suave. Mariíta, en cambio, es un cascabel.
Me trajo un periódico donde yo había escrito la historia de Yiyo, el jardinero de la casa de mi abuela, y que ella había guardado. También me trajo una foto donde salen ella y mi mamá. Y pensé que, así como yo ya había escrito sobre Yiyo, sobre Mamajose, la nana de mis hijas, sobre Tatá, Cheché, María y Adilia, las maravillosas mujeres que trabajaron en mi casa y de muchas maneras iluminaron mi vida, debería escribir sobre Mariíta, sencillamente porque se lo merece.
Es una persona que siempre ha estado presente en mi vida, que ha sido leal y consecuente, cariñosa y divertida. Las personas importantes no lo son necesariamente porque hayan logrado grandes cosas, sino porque han sabido tocar los corazones de quienes tienen cerca. Mariíta es una de ellas.
Este artículo, mi negra querida, es para ti. Ojalá que para la Venezuela que viene contemos con muchas personas como tú.
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