En noviembre de 1960, Ruby Bridges, de seis años, asistió como tantas niñas de su edad a su primer día de clase en la escuela primaria William Frantz, en el estado de Luisiana, Estados Unidos. Lo único que le diferenciaba de sus compañeros era el color de su piel, suficiente como para que la niña tuviera que ser escoltada por unos alguaciles federales y por su madre en lo que fue una de las instantáneas más impactantes sobre el racismo imperante (tolerado por las autoridades locales) en los estados del sur de EE.UU.
Por abc.es
La escuela primaria William Frantz era exclusivamente para blancos y, aunque la Corte Suprema de Justicia de EE.UU. había declarado la segregación ilegal desde 1954, todavía existía una fuerte oposición de parte de los gobiernos y de ciertas comunidades que se negaban a que sus hijos compartieran las aulas con personas de raza negra.
Era cuestión simplemente, como en el caso del niño de Canet de Mar (Barcelona) que ha pedido más clases en castellano en su centro de estudio, de que se cumplieran las leyes, aunque las autoridades locales no estuvieran por la labor. Y como este niño, que incluso ha sido amenazado por los independentistas, la pequeña Bridges tuvo que ser asistida por los poderes federales para ejercer su derecho a una educación pública.
Cuatro hombres blancos se acercaron aquel primer día a la puerta de su casa. Llevaban placas policiales y una banda amarilla en el brazo. «Señora. Somos agentes federales. Nos envía el presidente Einsenhower. Venimos a acompañarlas al colegio», afirmaron a la señora Bridges.
Los padres habían sido invitados por la Asociación Nacional del Progreso de las Personas de Color para participar en el sistema de integración racial de Nueva Orleans. Si bien el padre se mostró reticente, su madre fue enfática en que su hija recibiera la misma educación que el resto y que abriera el camino a otros menores afroamericanos. Como primera condición para asistir a este escuela para blancos, el grupo de niños negros a los que les correspondía este colegio tuvieran que demostrar que tenían suficiente nivel académico superando un examen escrito hecho difícil a conciencia.
Rudy fue una de los seis niños que resultaron aptos, pero fue la única que se decidió a asistir a la escuela, que en esos días se convirtió en un polvorín entre activistas favorables a la segregación y defensores de acabar con el racismo. El primer día hubo gritos, cantos y carteles. Piedras, monedas y hasta algunas botellas atravesaban el aire. «Creía que era alguna celebración», contó décadas después Ruby, que desde su mirada infantil no alcanzó a comprender la importancia histórica de su gesto.
A pesar de que el colegio debió aceptar el mandato federal, Bridges y su familia sufrieron un gran número de represalias por algo tan sencillo como acudir al colegio. Los padres de otros niños sacaron a sus hijos del centro, una mujer amenazó con envenenar a Ruby, otra le enseñó una muñeca negra en un ataúd cuando entraba por la puerta. El primer día, el resto de alumnos le hizo el vacío, pero el segundo otros niños y padres se saltaron el cordón policial invocando su derecho a una educación plena. Con todo, la niña asistió a clases durante todo un año sola, únicamente acompañada de una profesora blanca venida de Boston, Barbara Henry, que fue quien le dio clase después de que los otros maestros renunciaran a esta labor.
Incluso si tenía que ir al baño, Ruby debía ser escoltada por agentes federales. Aunque nunca lloró, la pequeña comenzó a tener pesadillas y comportamientos erráticos, por los que tuvo que ser asistida dos veces a la semana por un psicólogo de niños. Finalmente, se graduó de la secundaria en el centro Francis T. Nicholls y, tras estudiar Turismo en Kansas, trabajó como agente de viajes durante quince años. En 1999 creó la Fundación Ruby Bridges para promover los valores de la tolerancia y el respeto a las diferencias. Su historia inspiró una película y se convirtió en un icono.