Esta es la historia de la publicación periodística que cambió la historia del mayor narcotraficante de la historia de Colombia: Pablo Escobar Gaviria. En ese momento, se creía que Escobar era intocable y fungía como representante a la Cámara suplente por Antioquia. Pero el país político de los años 80 cambiaba y estaba dispuesto a destapar la olla podrida del narcotráfico. En agosto de 1983, el Nuevo Liberalismo ingresó al gobierno de Belisario Betancur. Y, además de apoyar su cruzada por la paz, desde el ministerio de Justicia, el dirigente Rodrigo Lara Bonilla denunció con nombres propios a los promotores de los dineros provenientes del narcotráfico en la política, la economía o el fútbol. Fue ahí que se escuchó por primera vez de Pablo Escobar Gaviria.
Por elespectador.com
Escobar denunció por injuria y calumnia al ministro Lara Bonilla y buscó enlodar su imagen al dar a conocer un cheque a nombre del narcotraficante de Amazonas, Evaristo Porras Ardila, que buscaron filtrar a la campaña al Congreso del ministro de Justicia. Pero cuando la situación del ministro parecía crítica, Guillermo Cano, el entonces director de El Espectador, revivió una historia que cambió el rumbo y marcó para siempre el ocaso del narco Escobar.
En la edición del 25 de agosto de 1983, El Espectador reprodujo una publicación de 1976 que documentó que el congresista Pablo Escobar sí tenía un pasado ligado al narcotráfico. La historia fue advertida por una fuente al editor judicial de El Espectador de entonces, Luis de Castro. Pero el trabajo de pesquisa en los archivos lo encaminó el propio Guillermo Cano. Se metió a los archivos del diario hasta que encontró la evidencia. El viernes 11 de junio de 1976, El Espectador había publicado una nota judicial que documentaba como seis narcotraficantes habían caído en Itagüí (Antioquia) con 39 libras de cocaína. Entre los detenidos estaba Pablo Escobar Gaviria y su primo Gustavo Gaviria Rivero.
Como acción complementaria a la decisión del juez Zuluaga y en apoyo a la labor emprendida por el ministro Rodrigo Lara, el director de El Espectador publicó en su célebre columna Libreta de Apuntes el texto titulado “¿Dónde están que no los ven?”. En este cuestionó que a pesar de que la justicia ya tenía manera de encausar a Pablo Escobar, este seguía impune “por sus feudos podridos de Envigado”, porque ningún agente del orden se atrevía a tocarlo y gozaba de absoluta impunidad.
Todo devino a que, dos meses después de estas publicaciones, el Congreso despojó a Escobar de su inmunidad parlamentaria y el juez Gustavo Zuluaga Serna libró orden de captura en su contra, sindicándolo del asesinato de los dos agentes del DAS que siete años antes lo había capturado. De hecho, cuando se buscó el expediente de 1976, este había desaparecido.
Desde ese día, Escobar emprendió una guerra que dejó un capítulo de horror en el país que no se puede olvidar y que terminó con su muerte hace 28 años, perseguido y baleado por las autoridades en el tejado de la casa donde estaba escondido junto con su lugarteniente, Álvaro de León Agudelo, o El Limón, también muerto en el mismo cerco policial.
La guerra de Escobar empezó con el asesinato del ministro Lara Bonilla, en abril de 1984. El narco buscaba acallar e intimidar a la sociedad, pero en cambio, en su Libreta de Apuntes, Guillermo Cano arreció en contra del ejército particular de Escobar y la impunidad con que obraba. Por ejemplo, cuando la mafia asesinó en julio de 1985 al juez que investigaba el crimen, Tulio Manuel Castro, Guillermo Cano advirtió que el narcotráfico se había ensañado con el poder judicial. Tras el holocausto del Palacio de Justicia, Cano preguntó si en esa toma había una causa común con Los Extraditables, interesados en la muerte de los juristas y la desaparición de los expedientes y reclamó de nuevo por los dineros del narcotráfico metidos en la entraña política.
Escobar le declaró la guerra al periódico y el primer golpe sobrevino el 16 de agosto de 1986, cuando fue asesinado el corresponsal de El Espectador en Leticia (Amazonas), Roberto Camacho Prada. El periodista había denunciado en las páginas del diario la penetración del narcotráfico en la región, documentando ante la Procuraduría la omisión de las autoridades para frenarlo. Guillermo Cano denunció en concreto al narcotraficante Evaristo Porras Ardila como uno de los promotores del crimen y demandó de las autoridades investigar a fondo sus intenciones para encubrir y respaldar a los carteles de la droga.
En los siguientes cinco meses el narcotráfico se ensañó con algunos de sus enemigos principales. El 31 de julio asesinó al magistrado de la Corte Suprema Hernando Baquero Borda. El 17 de septiembre sufrió la misma suerte el subdirector del periódico Occidente de Cali, Raúl Echavarría Barrientos. El 30 de octubre la víctima fue el magistrado del Tribunal Superior de Medellín Gustavo Zuluaga Serna. El 17 de noviembre, los sicarios acabaron con la vida del comandante de la Policía Antinarcóticos, coronel Jaime Ramírez Gómez. Y en cada caso El Espectador reclamó justicia.
Pero en vez de ello, el 17 de diciembre de 1986, cuando salía del periódico que dirigió durante 36 años, fue asesinado Guillermo Cano Isaza. El primer juez que asumió la investigación, Andrés Enrique Montañez, dos años después fue procesado y condenado por el delito de prevaricato, al permitir la libertad del capo Jorge Luis Ochoa Vásquez a través de un dudoso habeas corpus, cuando estaba a punto de ser extraditado. En adelante, el narcotráfico se concentró en la tarea de borrar toda posibilidad de la justicia para esclarecer la verdad en el magnicidio del director de El Espectador.
De manera rápida se estableció que Luis Eduardo Osorio Guisao y Álvaro García Saldarriaga participaron directamente en el asesinato. Ambos pertenecían a la banda de Los Priscos, al servicio de Escobar. El primero fue asesinado a tiros en San Jerónimo (Antioquia) el 8 de febrero de 1987. El segundo tuvo el mismo final el 25 de mayo en Palmira (Valle). Entre ambos crímenes, en clara muestra de persecución, incluso hasta a la memoria, el 11 de abril fue dinamitada en Medellín una escultura de Guillermo Cano Isaza levantada en el parque Simón Bolívar.
A finales de 1987, el jefe de investigación del periódico y uno de los principales reporteros de Guillermo Cano, el periodista Fabio Castillo, publicó el libro Los jinetes de la cocaína, una documentada investigación sobre los carteles de la droga. Tras su publicación fue amenazado y tuvo que salir al exilio. Solo regresó en 1994. El mismo camino tuvieron que asumir semanas después los nuevos directores del periódico, Juan Guillermo y Fernando Cano Busquets, quienes persistieron en las denuncias contra el narcotráfico y comenzaron a investigar por su propia cuenta el crimen de su padre.
Desde entonces, el país se sumió en los años más oscuros de la guerra terrorista del narcotráfico. Hasta que la propia sede del periódico fue blanco de ataque. En la madrugada del 2 de septiembre de 1989, un camión cargado de dinamita fue detonado frente a las instalaciones del diario, causando serios destrozos. Al mes siguiente, el 10 de octubre, con diferencia de pocas horas, sicarios causaron la muerte de los gerentes, administrativo y de circulación, del periódico en Medellín, Marta Luz López y Miguel Soler. Semanas más tarde fue asesinado Hernando Tavera, quien atendía labores de distribución del diario en la capital antioqueña.
A finales de ese año, ante la persistencia de la mafia por impedir la circulación del periódico en Medellín, incluso quemando sus ediciones, El Espectador se vio forzado a cerrar su oficina. El corresponsal Carlos Mario Correa tuvo que arrendar un espacio privado para reportar casi clandestinamente lo que ocurría en la ciudad. Antes de caer el telón de 1989, el periodista Ignacio Gómez, del área de investigación del diario, también marchó al exilio tras ser amenazado luego de sus informes sobre los nexos de la mafia con los grupos de autodefensa del Magdalena Medio.
En 1990 asumió la Presidencia César Gaviria y puso en marcha una política de sometimiento a la justicia con rebaja de penas a los narcotraficantes. El Espectador la criticó, porque permitió a la mafia saldar sus cuentas a través de vagas confesiones. El expediente por el magnicidio de Guillermo Cano fue a dar al despacho de la jueza sin rostro Rocío Vélez Pérez, quien confirmó la responsabilidad de Pablo Escobar y sus secuaces, y fue asesinada en Medellín con sus tres escoltas el 18 de septiembre de 1992.
Pero hasta la muerte de Escobar en diciembre de 1993 no fue posible que la justicia castigara a la mafia por sus ataques a El Espectador. El proceso Guillermo Cano pasó por despachos de Bogotá y Medellín sin que nadie se atreviera a cerrarlo. Finalmente, por orden de la Corte Suprema, llegó al Juzgado 73 Penal del Circuito de Bogotá, que el 6 de octubre de 1995 condenó a seis sindicados. Uno fue absuelto porque era un homónimo del verdadero sicario. De los cinco restantes, ninguno estaba preso. El fallo fue apelado y el 30 de julio de 1996 fueron absueltos tres de los condenados. Dos más seguían evadidos.
El 18 de febrero de 1997 fue capturado en Bogotá Luis Carlos Molina Yepes, de cuya cuenta bancaria había salido el dinero para pagar la moto utilizada para el asesinato de Guillermo Cano. Desde marzo de 1988, cuando se fugó de la sede del DAS en Medellín, era fugitivo. Como además estaba condenado a 16 años de prisión, fue llevado a la cárcel. Sin opción a la reapertura del caso, solo purgó seis años de prisión. Por los demás ataques a El Espectador, resumidos en asesinatos, exilios, amenazas o atentados, incluidas las víctimas del poder judicial, no quedaron sentencias.
El 2 de julio de 2010, la Fiscalía admitió que el asesinato de Guillermo Cano hizo parte de una persecución sistemática contra el periódico y lo declaró crimen de lesa humanidad. Desde entonces no ha pasado mucho más. Un manto de impunidad sigue extendido sobre la época en que El Espectador defendió a Colombia de la saña violenta del narcotráfico.