Al general Ezequiel Zamora lo enterraron con sigilo bajo tres árboles en el patio de una casa abandonada
Como se sabe, el general Ezequiel Zamora murió durante el sitio de la ciudad de San Carlos, el 10 de enero de 1860. Fue un suceso que provocó consternación en el bando federal. Pero también sospechas, porque se llegó a pensar que había sido asesinado por una facción de oficiales federales descontentos con su jefatura, o por órdenes del general Juan Crisóstomo Falcón, líder formal de la revolución.
Sobre el tema ha circulado abundante bibliografía para los aficionados al trabajo de los detectives, que no se trajinará ahora. Solo se acudirá a la descripción del general Antonio Guzmán Blanco, testigo presencial de la muerte del célebre caudillo, para ver cómo se procuró mantener en silencio, mientras se pudiera, un asunto de trascendencia para la evolución de la guerra.
Guzmán, quien entonces es el secretario general de Falcón, está con Zamora cuando una bala le entra por un ojo y lo mata inmediatamente. La trascendencia del episodio lo lleva a redactar una descripción muy leída en su tiempo, En defensa de la causa liberal, a cuyos detalles acudiremos para conocer el tratamiento del trascendental episodio en una primera instancia. Pero veamos antes el relato de la caída del héroe federal, en plena actividad para la toma de San Carlos. Escribe Guzmán:
Zamora sostenía un encontrado monólogo, del cual oí: ´Sí… allí… dos… muy bien… ahora mismo´. Mientras se decía él estas palabras, veía alternativamente hacia las guerrillas que peleaban y hacia el flanco descubierto. Como en uno de esos movimientos tocó con su hombro el mío, yo di un paso lateral a la derecha para no estorbarle y diciendo ´Ca…´ cayó sin acabar de articular la palabra, doblando las rodillas y descendiendo su cuerpo de espaldas en mis brazos.
Cuando al sujetarle vi que una bala le había entrado por el ojo derecho y sentía el torrente de sangre ardiente que le salía por el occipucio, bañándome el brazo izquierdo con que lo sujetaba, comprendí al instante que ya era cadáver el héroe de Tacasuruma, de Quisiro y El Palito, de San Lorenzo y Santa Inés, El Corozo y Curbatí; alma del hasta entonces victorioso Ejército Federal».
Dejó el cadáver al cuidado de un valiente guerrillero de apellido Piña, ordenándole que impidiera el acceso de soldados al lugar. Y corrió a buscar a don Juan Crisóstomo, su jefe.
El general Falcón se quedó estupefacto… ´!Qué desgracia, Santo Dios!´, exclamó. La intensidad de la mirada con que me vio, la expresión nerviosa de su boca, la consternación de toda su noble fisonomía, me impidieron decirle nada más».
Pero seguramente tomaron la decisión de hablar sobre la pérdida con el general Trías, para que continuara en la dirección de las operaciones en desarrollo, como hizo, y para proceder al ocultamiento del cuerpo que todavía estaba caliente. Guzmán ordenó a Piña que lo tapara del todo con su cobija, especialmente la cara, y después se apresuró a actuar como sigiloso enterrador. Leamos lo que escribió en su Defensa de la causa liberal:
Aprovechando las horas del día que quedaban, busqué los útiles e instrumentos del caso y cuatro soldados de Nutrias y Libertad, de aquellos primeros que tomaron las armas en tiempos de Espinosa, y escogí por último el patio de la casa, que me pareció preferible, porque los habitantes de esta habían emigrado y, además, se encontraba fuera del tráfico de las líneas de ataque. El patio tenía, afortunadamente, tres árboles que afectaban un triángulo isósceles, y podían servir en todo evento de señales el día que allí hubieran de sacarse los restos del Valiente Ciudadano.
Como a la una de la madrugada abrimos la fosa, depositamos el cadáver y lo cubrimos con tierra muy pisada. La sepultura, como sus alrededores, los regamos con los despojos y basuras de los corrales inmediatos, y estuvimos los cuatro soldados y yo durante una hora pisando y repisando estas basuras y despojos para que a la claridad del día la simple vista no pudiera sorprender el secreto.
Acto continuo, regresé al campamento y puse en manos de cada uno de los cuatro soldados una boleta retirándolos a su casa y recomendándolos a todos los jefes y ciudadanos del tránsito que estaban al servicio de la Federación.
Muy temprano, antes del toque de diana, salieron y los acompañé para sacarlos del campamento hasta el paso real del río San Carlos».
Una operación urgente y confidencial, como se ha visto. Un trabajo conveniente para que, en un trance importante de la contienda, no se sintiera la ausencia del guerrero más talentoso y admirado de la causa federal. El ardid funcionó durante el tiempo necesario para evitar que no se perdiera el entusiasmo por la revolución, y para que pudiera Falcón asegurar una jefatura sin disputa. No se pudo evitar la maledicencia provocada por la inesperada muerte, debido a que solo elementos federales estaban en las cercanías del hecho, y por un oficio funerario tan insólito, pero las aprensiones se disiparon mientras la guerra seguía su curso hasta la derrota del gobierno central.