Caracas, 29 sep (EFE) / Gonzalo Domínguez Loeda.- Dan las cinco de la tarde en Caracas. En la popular barriada de Las Palmas, convertida hace apenas dos meses en escenario de una batalla campal entre policías y «malandros», los vecinos regresan a casa y, aunque todavía tienen el miedo en el cuerpo, ya no se encierran presos de la violencia, sino que se lanzan a las calles para hacerlas suyas.
«Aquí había de todo, lo que usted se figura y lo que no», explica una vecina que no desvela su nombre. A sus espaldas, unos jóvenes hacen lo que hasta poco parecía impensable: jugar baloncesto.
Tal vez la palabra «cancha» sea algo exagerada. Alrededor de un aro en plena calle, se afanan en pintar las líneas propias de un campo muy vertical. Es una iniciativa de los vecinos, asediados hasta hace poco por la violencia del «hampa», que los convirtió en reos en su propio barrio.
«Esta cancha es un proyecto que nace desde la comunidad. Han pasado muchos años donde hemos apostado y hemos querido que este espacio sea recuperado, entendiendo la realidad y la situación que hemos vivido en nuestro sector», explica a Efe Ángelo Rangel, que se define como activista social y que es el verdadero motor de los proyectos que buscan darle una nueva vida a Las Palmas.
Frente a un grafiti que ahora luce con orgullo la palabra «esperanza», Rangel, de 29 años, explica que «el deporte rompe barreras» y aleja a los jóvenes del «vicio y el ocio», dos palabras que parecen sinónimas en esta zona.
Con la pintura, no solamente llega una cancha de baloncesto para soñar con emular a los grandes héroes venezolanos, sino que buscan apropiarse de unas calles antes vetadas.
«(Queremos) adueñarnos del espacio público (…) y que sean los jóvenes, los muchachos, los que construyen es lo gratificante en todo esto», asegura Rangel, quien apostilla: «Donde abunda el pecado sobreabunda la gracia».
El pecado
Construida a la orilla de un sector conocido como El Cementerio, Las Palmas es el inicio de una gran barriada que sube por la montaña entre un cableado frágil y escaleras que se antojan eternas, en medio de un mar de casas de autoconstrucción.
Los vecinos, todavía con miedo, rehuyen una cámara o un micrófono, pero explican sin temor que, al final de la calle principal, atestada de vehículos abandonados, había una «garita» de las bandas que controlaban la zona.
Construida con ladrillo y protegida con armamento de guerra, cada moto o automóvil que se adentraba en la zona debía hacer una señal con las luces para pedir paso y, los «malandros» -sin apellidos-, decidían si les permitían pasar o no. Secuestrados en sus propias calles.
Después de 72 horas de combates, que los vecinos prefieren olvidar, esos pandilleros desaparecieron y poco tardaron los vecinos en echar abajo la garita.
Hoy quedan apenas restos. Un pequeño parapeto de ladrillo de algo más de un metro de altura que ya no bloquea el paso. Encima, los vecinos han puesto tres matas.
Al traspasar ese antiguo punto de control, el laberinto de calles, escaleras y desagües permite intuir las dificultades para controlar la zona.
Cuanto más arriba, más control de las bandas, que hicieron de estas zonas populares su refugio. Allí donde antes solo se pasaba con la autorización absoluta de unos señores que se creían feudales, ya están pensando en convertir las antiguas garitas en capillas improvisadas.
Los días del terror
Rangel recupera el hilo de la historia para explicar aquellas jornadas de tiroteos constantes.
«Fueron días de mucho terror, de mucho miedo porque, ante esa situación, todo el mundo es delincuente y, para muchas personas, decir que vivían aquí era una condena», detalla.
La opacidad de esos días, tónica habitual en las actuaciones gubernamentales, levantó una ola de miedo entre los vecinos igual a la que produce un arma apuntando directamente. Sabían que todo podía suceder.
Sin embargo, esos días dejaron algo positivo: la libertad de poder volver a las calles.
Francisco Cádiz, otro joven de la zona, toma la palabra con valor y explica que antes se sentían «reprimidos en hacer algunas cosas».
«No éramos nosotros los que mandábamos aquí, sino otras ciertas personas que ya muchos conocen (…) y para nosotros significa mucho tomar este espacio», explica señalando la cancha.
Y añade: «Hemos ido tomando nuestra comunidad y nuestra cancha así, poco a poco, desde cada uno de nosotros, hemos tenido las agallas de volver a empezar desde cero. Siempre hay oportunidades, y recuperar nuestro espacio es bastante importante».
Por eso, los vecinos que hoy vuelven a sus casas después de la jornada lo hacen con un alivio natural, pueden ver a sus hijos jugar o pasear, lanzar a canasta y disfrutar de la que vuelve a ser su comunidad. EFE
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