La reunión de los presidentes de las naciones que integran la Comunidad de Estados de América Latina y el Caribe (Celac), en Ciudad de México, y la Cumbre de Naciones Unidas (ONU), en Nueva York, han representado dos nuevos golpes a las pretensiones de Nicolás Maduro de caerle simpático a los países democráticos del continente y del planeta.
En México, los mandatarios de Paraguay, Mario Ado Benítez, y Uruguay, Luis Lacalle Pou, le dijeron a Maduro en su cara que se olvidara de que la presencia de ellos en ese foro significaba algún tipo de reconocimiento a su gobierno, que seguía siendo tan ilegítimo y estando tan desprestigiado como desde las espurias elecciones de 2018. Ambos gobernantes colocaron en el mismo pelotón a Maduro, Daniel Ortega y Miguel Díaz-Canel, tres personajes de los cuales la izquierda civilizada se distanció desde hace años. Lula da Silva comparó hace pocas semanas a Jair Bolsonaro con Maduro, al criticar la mediocre gestión del gamonal ultraderechista brasileño. Así será la imagen que se ha formado el líder de la izquierda democrática latinoamericana, del hombre que se encuentra en Miraflores. En Nueva York, el presidente Joe Biden, quien ha retomado el multilateralismo abandonado por Donald Trump, armó un combo con los gobiernos de Bielorrusia, Cuba y Venezuela, a los que señaló de formar parte de los modelos autoritarios que se esparcen por la Tierra. Países donde la democracia “vive en quienes luchan por la libertad”.
Las reacciones en la Celac de los presidentes de Paraguay y Uruguay resultan especialmente significativas. Esa ‘comunidad’ de naciones fue fundada en 2010 –cuando Venezuela navegaba en petrodólares- por Fidel Castro y Hugo Chávez con el expreso propósito de debilitar la Organización de Estados Americanos (OEA), enfrentar como bloque a Estados Unidos y abrirle un espacio a Cuba para que pudiese incorporarse a un organismo continental. Once años después, ninguno de esos objetivos se ha logrado.
La OEA sigue con la vigencia de siempre. Estados Unidos conserva la hegemonía en la región, acrecentada por el continuo flujo migratorio que se desplaza hacia su territorio, y Cuba se mantiene tan oprimida, miserable y aislada como ha estado desde 1959.
La Celac ha sido un fracaso, a pesar del plañidero discurso pronunciado en el evento por Andrés Manuel López Obrador. No podía ser de otro modo: ¿cuál destino le esperaba a una asociación de países constituida con la finalidad de enfrentar a la nación en la cual la inmensa mayoría de los latinoamericanos desea establecerse, y en la que los ricos y las clases medias depositan sus ahorros? Solo la ceguera fanática puede concebir semejante desatino.
Venezuela, desde 1999, aparece vinculada al régimen cubano. Cuarenta años antes había surgido en todo el continente como el modelo alternativo a la revolución cubana. Venezuela fue ejemplo de crecimiento económico con equidad social y democracia política. Se respetaban la propiedad privada, la iniciativa particular y los derechos humanos. Bajo la conducción de la dirigencia democrática, se impulsó la formación de un orden constitucional, con una carta magna que consagraba el Estado de Derecho, abogaba por gobiernos alternativos, expresión de la voluntad popular puesta de manifiesto en elecciones libres y competitivas. Con congresos representativos de los diversos partidos y doctrinas políticas.
Cuba se situaba en las antípodas. El crecimiento económico con equidad social se detuvo, luego de ser la isla más próspera de las Antillas. La democracia fue llevada al paredón. Desaparecieron los partidos. La propiedad privada y la iniciativa particular fueron devoradas por la insaciable e inepta burocracia comunista. Los derechos humanos quedaron sepultados por santones como Ernesto Che Guevara. Fidel Castro y el resto de los dirigentes comunistas levantaron un Estado totalitario, subordinado a la Unión Soviética, cuya única finalidad era eternizarse en el poder. Las elecciones libres y competitivas desaparecieron del horizonte. El simulacro de congreso –la Asamblea Nacional- solo representaba las tímidas tendencias permitidas por el ego inconmensurable de Castro.
Venezuela y Cuba fueron dos modelos antagónicos. Rómulo Betancourt, primero, y luego Raúl Leoni, Rafael Caldera, Carlos Andrés Pérez y los mandatarios que continuaron, pudieron demostrarle a un continente que se dejaba seducir con facilidad por el verbo manipulador de Fidel Castro, que la democracia, la libre empresa y la equidad podían coexistir en armonía.
Este esquema de gobernabilidad fue desmantelado por Chávez. La labor de demolición la continuó Maduro. Ahora Venezuela aparece, junto a la miserable Cuba y a la sometida Nicaragua, en el trío de naciones que representan una vergüenza en el continente, incluso para quienes se afilian a posturas de izquierda, como los peronistas. Estos acaban de perder las elecciones primarias por paliza frente a los liberales. Cristina Kirchner, vicepresidenta, criticó al presidente Alberto Fernández por su errática conducción de la política económica. Este encajó el golpe de su compañera e introdujo cambios en el gabinete. Ninguno de los dos arremetió contra la oposición, ni denunció fantasiosos ataques terroristas o supuestas guerras económicas.
Para que Maduro salga del club de los indeseables debe retornar a la democracia, tal como ha hecho la gran mayoría de la izquierda continental. México le brinda una buena oportunidad.
@trinomarquezc
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