En la oscuridad, la niñita llamó a su madre; la luna iluminaba su diminuta silueta. Las dos habían salido de su casa en Venezuela una semana antes, con destino a Estados Unidos. Para lograrlo, tendrían que atravesar una selva bestial llamada el Darién.
Y en el caos de la jornada, la niña había perdido a su único progenitor.
Para espantar el miedo, Sarah Cuauro, de apenas 6 años, empezó a cantar.
“La gloria de Dios, gigante y sagrada”, esbozó con voz quebrada entre lágrimas. “Me carga en sus brazos”.
“Las cosas han ido de mal en peor”, dijo Cuauro, de 36 años, quien era abogada en Venezuela. “Decidí tomar esta travesía por el futuro de mi hija”.
La ruta del Darién no fue la primera alternativa de Cuauro, ni siquiera la segunda. Creció en Punto Fijo, Venezuela, y había vivido en los últimos años una escasez extrema de alimentos, la hiperinflación y el colapso de casi todas las instituciones estatales de Venezuela.
A principios de este año, ella y Sarah ya habían cruzado el desierto de Atacama para llegar a Chile a pie, con la idea de construirse una vida en un nuevo país. Pero pronto se dio cuenta de que no podía ganarse la vida como cajera y conductora de taxi.
Al volver a Venezuela, consideró solicitar una visa de turista para Estados Unidos, pero se enteró de que no había citas disponibles hasta 2024.
Consideró volar a México y entregarse en la frontera para solicitar asilo, pero descubrió que México ahora exige que los venezolanos tengan visa para ingresar a su territorio y es el último de una serie de países en el camino hacia Estados Unidos que recientemente han empezado a imponer este tipo de regulaciones.
Tomó una decisión: ella y Sarah irían por la selva. En Venezuela vendieron todo, incluso su árbol de Navidad de plástico, y partieron en un autobús con sus pasaportes, 820 dólares en efectivo y la bendición de la madre de Cuauro.
“Por el camino”, le había prometido Dayry Alexandra Cuauro a su hija, “vas a conseguir ángeles”.
En la actualidad, el camino más común para atravesar el Darién comienza en la ciudad costera colombiana de Capurganá, donde Sarah y su madre se subieron a un muelle repleto de otros emigrantes desde lanchas que anunciaban un “turismo responsable”.
Unos hombres de una cooperativa recién formada, Asotracap, condujeron al grupo a un complejo amurallado donde les explicaron que les asignarían guías que los conducirían los primeros días a la selva por una cuota de 50 a 150 dólares por cabeza.
Darwin García, representante de Asotracap, dijo que la cooperativa se había creado para compensar las pérdidas de ganancias turísticas en medio de la oleada de migrantes, y para evitar que la gente muera en la caminata.
“Esto no es un negocio”, insistió. “Es un trabajo humanitario”.
Unos guardias bloqueaban la única salida.
Sarah y su madre se habían unido a un grupo de otras nueve personas. Juntas, entregaron 1200 dólares.
Los primeros días los llevaron a subir un puñado de colinas en una parte del bosque habitada por pequeñas comunidades. En los últimos meses, algunas habían construido campamentos rudimentarios para atender a los emigrantes y les cobraban por montar una carpa o comprar comida.
Los que tenían la suerte de llegar a estos campamentos cada noche dormían en medio de una relativa seguridad que los demás, lavaban su ropa en los ríos cercanos, curaban las heridas del día y cocinaban arroz y salchichas enlatadas en pequeñas fogatas.
Los que avanzaban lentamente, o se perdían por el camino, pasaban la noche en tiendas de campaña o al aire libre, en el suelo, entre los árboles.
En el segundo día de su viaje por la selva, Sarah y su madre pasaron un conjunto de árboles que escondían un cuerpo en descomposición en una tienda de campaña; la persona había muerto por causas desconocidas. El tercer día, llegaron a un río, donde los lugareños cobraban 10 dólares por un cruce en barco que duraba 90 segundos. El cuarto día, acamparon en un pueblo donde los vecinos rodearon el campamento de migrantes con alambre y cobraban 20 dólares por persona para salir.
Y esa cuarta mañana, justo antes de llegar a la empinada montaña cubierta de barro conocida como la Loma de la Muerte, Sarah y su madre se separaron.
Casi tan pronto como salieron de Capurganá, las botas de Cuauro habían empezado a rozar su piel, y ahora tenía los pies tan ampollados y llenos de pus que apenas podía caminar.
Ángel García, de 42 años, venezolano que había dejado a su hijo de seis años en casa, subió en sus hombros a Sarah, y seguido volteaba a buscar a su madre.
En algún momento, volteó y ella ya no estaba.
Mientras García sorteaba la montaña con su nueva carga, los dos se arrastraban a cuatro patas, teniendo dificultades con las raíces de los árboles y trepando sobre troncos caídos.
A su alrededor, algunos inmigrantes empezaban a desplomarse por el cansancio.
Esa noche, en un campamento sembrado de pañales sucios, botellas de plástico y ropa desechada, Sarah durmió en una carpa con García y dos de sus amigos. Los hombres la mimaron, le prestaron una camiseta y se voltearon cuando se cambió. Pero parecían aterrados por su nueva responsabilidad.
Por la mañana organizaron una reunión. No tenían idea de dónde estaba la mamá de Sarah o si estaba lastimada… o algo peor.
Les quedaba poco de comer y varios días más de caminata. Necesitaban llevar a Sarah al final de la ruta tan pronto como pudieran, ahí creían que habría autoridades que podrían ayudarla.
Empacaron su carpa. “¿Y mi mamá?”, preguntó Sarah, mirando a García.
“La vamos a ver en el camino”, dijo él.
Luego vinieron dos días de cruces de ríos, en los que el agua crecía rápidamente durante las numerosas tormentas repentinas de la selva.
García, que había perdido su ropa, su dinero y su pasaporte al cruzar otro río, cogió a Sarah de la mano y la subió a sus hombros. Cuando el agua le llegó a la barbilla, ella empezó a sentir pánico.
“Calma, mami”, le dijo él, “calma”.
En el octavo día de su travesía por la selva, Sarah y García llegaron a un campamento en un pueblo que marcaba la penúltima de las paradas antes de terminar la caminata del Darién.
Para entonces, Sarah llevaba tres días separada de su mamá. Pasaron las horas.
Y luego, de pronto, Cuauro apareció entrando a toda prisa en el cuarto. Todo el tiempo, ella había ido unas pocas horas detrás, tratando desesperadamente de seguir el ritmo.