Lapatilla
“¡Pendiente! ¡Baja la mano! ¡Esconde el teléfono! Si nos ven grabando, nos detienen”, advierte el conductor mientras avanza por un sendero de la Troncal 10, una de las carreteras más extensas de Venezuela y una de las principales vías de acceso al Arco Minero del Orinoco: el territorio que desde Caracas el gobierno ha delimitado para la explotación de minerales, que se extiende sobre un parche de 11.843 kilómetros cuadrados de selva.
Jorge Benezra // ARMANDO INFO
En la confluencia de los ríos Yuruari y Cuyuní se asienta El Dorado, la población más grande del área. Para todos y cada uno de sus 5.000 habitantes, la extracción de oro es su razón de ser. Perdidos en la selva, entre montañas antediluvianas, sirven a mercados globales del mineral, sea en Amsterdam, Amberes o Londres. La vía fluvial les ofrece una rápida conexión con el mundo exterior.
Pero desde la carretera, los pueblos mineros parecen una mancha de polvo y metal en el paisaje. A lo lejos, se pueden divisar los fogones de los campamentos, que expulsan una densa nube de humo negro hacia el cielo. A medida que uno se acerca, el panorama se muestra con más crudeza. El sonido de los motores, hasta entonces lejano, se intensifica. El bosque desaparece y los claros se transforman en desiertos que se extienden hasta donde alcanza la vista. En miserables tiendas de campaña, recubiertas de plástico, viven los mineros.
En la zona es constante la presencia de las fuerzas militares y policiales. En los puntos de control, que buscan detener el contrabando de minerales, se realizan registros y controles rigurosos. Está en curso una operación militar, la Roraima –llamada así en honor al tepuy o meseta que sirve, mucho más al sur, de frontera entre Venezuela, Brasil y Guyana–. De allí la advertencia apremiante del conductor. Bastaría cualquier excusa para decomisar un teléfono celular o una cámara.
Y, sin embargo, en la región de El Dorado se ha impuesto otra ley que no es la castrense. Tampoco la del Estado. Rige el sistema de la F, presidido por El Negro Fabio, al que todos le pagan un tributo llamado la causa. Nadie se anima a mencionarlo a viva voz, pero tampoco nadie se da el lujo de ignorar su existencia. Murmuraciones y miradas de complicidad dan los primeros indicios de la soberanía del pran local.
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