Mi salida del país nada tiene que ver con las amenazas de las que hemos sido víctimas mi familia y yo. Salgo a cumplir con un compromiso previamente adquirido”, dijo Armando Benedetti en su cuenta de Twitter, al tiempo que el país se enteraba de que ese compromiso consistía en viajar a Estambul para asistir a la final de la Champions League entre el Manchester City y el Inter de Milán.
Un viaje que hubiera pasado inadvertido en otro momento, pero esta vez el hincha resultaba ser el responsable de haber abierto, días atrás, las puertas de un escándalo político y dejado en serios problemas la gobernabilidad del presidente Gustavo Petro al sembrar dudas sobre las fuentes de financiación de su campaña. Sin embargo, quienes lo conocen no se sorprenden: Benedetti tiene la cara para armar un caos de semejantes proporciones y a las pocas horas volar a cantar un gol.
–Yo me creo hijo de Poseidón –soltó una vez, en una de las tantas entrevistas que ha dado a lo largo de su carrera política, y agregó que el dios griego lo había engendrado en el vientre de su madre. Una de sus habituales salidas de humor (hay que suponer), aunque supo elegir la divinidad con la cual relacionarse: Poseidón, “dios de los terremotos”, “agitador de la tierra”, que cuando entra en ira es capaz de crear desastres con terribles consecuencias.
Mitología a un lado, lo que Benedetti sí recibió de herencia paterna es la vena política que lo ha acompañado desde niño. Su padre, Armando Benedetti Jimeno, fue ministro de Comunicaciones en la era de Ernesto Samper y figura clave del panorama político barranquillero, aunque nunca logró vencer en las urnas. De ideas liberales, Benedetti Jimeno volvió famosas sus ‘tertulias de los martes’: reuniones que hacía en su casa y por las que desfilaban las principales figuras de la política para debatir sobre el país al ritmo de un ron. Durante más de dos décadas pasaron por allí presidentes, ministros, directores de medios, congresistas. En ese universo creció ‘Armandito’, que se acostumbró a acompañar a su padre en las correrías políticas. Así llenó su cabeza con la idea de ser político.
Estudiante promedio en el Liceo de Cervantes, pronto empezó a dar muestras de cierto don para ganarse a la gente a punta de camaradería. En esos años de juventud conoció más de cerca la rumba que las buenas calificaciones. Los excesos con el alcohol y la droga llegaron temprano y con fuerza. Antes de cumplir los 20, con su novia embarazada, se casó y tuvo su primera hija. El matrimonio duró solo un par de años. Benedetti sintió el golpe y cruzó más los límites. “Me he pasado de la raya muchas veces. Mis dioses me han protegido”, ha dicho. El auxilio terrenal le llegó de su madre, Genoveva Villaneda, que lo consintió desde niño y lo apoyó en la búsqueda de un tratamiento de desintoxicación. En el pasado Día de la Madre, Benedetti compartió un mensaje dirigido a ella: “Si hubiera seguido tus consejos, no me habría equivocado tanto. (…) Tú siempre has estado ahí para pelear contra mis demonios”.
A la hora de elegir rumbo profesional, aunque tenía la política en la mira, optó por el periodismo. Un oficio también cercano gracias a su padre, que había sido columnista en periódicos nacionales (durante muchos años ocupó un espacio en las páginas editoriales de este diario). Benedetti estudió comunicación social en la Universidad Javeriana, en Bogotá, y desde antes de graduarse se probó en los medios. Entrador, con lenguaje desparpajado, pasó por Telecaribe y durante unos meses fue reportero en El Tiempo y el noticiero QAP. Una temporada corta como periodista: sentía que su lugar estaba del otro lado de las cámaras. En 1997 comenzó a armar su primer paso electoral.
Pocos lo creerían, pero el primer espaldarazo lo recibió de Germán Vargas Lleras, que le abrió espacio en la lista que preparaba para el Concejo de Bogotá. Pocos lo creerían porque años después (tampoco tantos) se convirtieron en enemigos políticos, si bien luego vendría cierta reconciliación. Así ha sido la vida política de Armando Benedetti Villaneda: un acercarse y un alejarse, un volverse a acercar y otra vez irse, según las condiciones que vea indicadas para su camino. “Yo no soy de uno ni de otro, yo soy Beneditista”, dijo en una ocasión cuando le preguntaron sobre su cambio de grupo político como quien se cambia de traje.
El cupo en la lista al Concejo apoyada por el entonces senador Vargas Lleras lo llevó a ocupar su primer cargo público en 1998. Benedetti comenzó a mostrar su temperamento beligerante, mientras hacía oposición a la alcaldía de Enrique Peñalosa. “Yuppie de ciclovía”, “capataz de finca”, lo describía junto a sus concejales aliados. Al tiempo que buscaba sumar voces contra el alcalde, abría camino a propuestas que le interesaban por su propia historia personal, como promover que en los colegios distritales se hicieran talleres sobre los riesgos del alcoholismo y la drogadicción. A la hora de pensar en un segundo periodo en el Concejo, prefirió dar un salto mayor: aspirar a la Cámara de Representantes. Esta vez el apoyo vino de Horacio Serpa, que buscaba la Presidencia en el 2002.
Benedetti fue elegido representante con el aval liberal. Pero en un abrir y cerrar de ojos ya estaba en las filas de Álvaro Uribe Vélez, que había vencido en las elecciones y llegado a la Casa de Nariño. Serpa –se quejaba Benedetti– había armado “un grupito en el que nadie podía entrar” y al no ser tenido en cuenta se fue. Buscó una cita con Uribe y se ofreció a defender sus proyectos en el Congreso. La relación entre los dos llegó a ser cercana. Algunos decían que Benedetti era de los pocos que lograba sacarle una carcajada a Uribe y, en 2004, le pidió que fuera padrino en su segundo matrimonio. (Con 55 años, Benedetti se ha casado cuatro veces, tiene cinco hijos y dos nietos). El barranquillero se convirtió en uno de los principales promotores de la reelección de Uribe. Muchas veces salió a las calles a recoger firmas en busca de apoyo.
En 2006, ya como parte del partido de ‘la U’ –que él mismo había ayudado a crear–, llegó al Senado con una campaña cuyo lema era ‘100 % con Uribe’. Se encargó de defender proyectos del Gobierno, aunque también sacó adelante batallas marcadas por su convicción personal, como el derecho a la eutanasia, la no penalización de la dosis mínima o los derechos de las parejas homosexuales. Su imagen ya estaba consolidada como la de uno de los congresistas más frenteros, dispuesto a seguir la famosa máxima de Maquiavelo si de conseguir lo que quería se trataba. El fin justifica los medios. Muchas veces se enfrentó en ese tiempo con Gustavo Petro, con quien compartía lugar en el Senado pero estaba ideológicamente distante.
Hacia afuera se había convertido también en una cara conocida: su paso por los medios le habían dado astucia para moverse en esos terrenos. Provocador y sin filtros, Benedetti ha sabido cómo convertirse en titular cuando le viene bien. En esos años sus colegas parlamentarios lo definían como “el gran espadachín del uribismo” y también le daban primer lugar entre los más vanidosos. Siempre atento a su apariencia, ha confesado temerle a la vejez. Ya ha pasado por el bótox para hacer desaparecer las arrugas, y durante un tiempo usó un arete en su oreja izquierda porque lo hacía sentir más joven.
El apoyo a Uribe lo llevó a hacerle fuerza a la posibilidad de un siguiente mandato. Sin embargo, poco después estaba ubicado como punta de lanza del naciente gobierno de Juan Manuel Santos. “Un presidente excepcional, un estadista”, lo describía sin que hubiera empezado a distanciarse de las toldas de Uribe. Eso vendría más tarde.
A mediados del 2010, Benedetti se presentó como candidato a la presidencia del Senado y fue elegido con 101 de los 102 votos. Su llegada a ese cargo coincidió con un momento personal difícil por su regreso a la adicción, que había mantenido a raya durante varios años. Él mismo ha confesado lo difícil que ha sido esa lucha. “Me gusta el desorden, tomar mucho”, describía, sin dejar de lado que es algo que nunca lo ha hecho feliz.
Ya en 2014, entregado del todo a apoyar a Santos, se refería a su anterior líder como un hombre que “no quería la paz”. Cuando hablaba de su inclinación hacia uno u otro –Uribe o Santos, en momentos en que los dos entraron en franca distancia– Benedetti traía a cuento el viejo refrán de ‘Coca-Cola mata tinto’. Sabemos quién estaba en la Casa de Nariño en ese momento, quién era la ‘Coca-Cola’, y por lo tanto cerca de quién se mantuvo.
Benedetti ha sabido ser un político camaleónico y lo ha ejercido sin vergüenza. Esa característica en ocasiones ha pasado la línea de la astucia política y lo ha llevado a ser definido por algunos de sus colegas como “alguien que puede llegar a ser peligroso”. Un ejemplo más de sus malabarismos: después de declararle la guerra, terminó apoyando la aspiración presidencial de Vargas Lleras para el 2018. No ganó. Iván Duque llegó a la Presidencia y Benedetti se mantuvo en la oposición, lo que le trajo problemas en su partido y acabó fuera de ‘la U’.
Vino entonces, en 2020, la mayor acrobacia en su historia política: pasó a apoyar la propuesta de izquierda de Gustavo Petro. Benedetti ha dicho que fue la primera vez que golpeó una puerta. “Yo soy como Neymar –se ha cansado de repetir en entrevistas–. No voy preguntando en un equipo u otro si puedo jugar. A mí me buscan”. Excepto en esta ocasión en la que él pidió pista de aterrizaje. Petro lo recibió con un “Bienvenido, Benedetti” y a partir de ese momento, como es su costumbre, se fue ganando la confianza hasta llegar a los círculos más cercanos del poder.
Benedetti se convirtió en la mano derecha de Petro durante la campaña, en ficha clave; él mismo ha insistido en que fue quien logró “que a Petro lo escuchara” el país. No entró solo al equipo: llevó consigo a quien hasta ese momento era su asistente y que luego se volvería la fiel escudera del futuro presidente: Laura Sarabia.
Petro recibió a Benedetti con su pasado de político tradicional, con todos los nombres y todos los colores, y también con la cola de escándalos que lo han venido siguiendo de tiempo atrás. Investigaciones abiertas por presunto enriquecimiento ilícito; por supuesto tráfico de influencias y violación de comunicaciones; por posible participación en la adjudicación irregular de contratos en Fonade a cambio de dádivas; por injuria y calumnia. Estos son unos de los casos que venían en investigación en la Corte Suprema de Justicia y, tras ser nombrado embajador en Venezuela, pasaron a la Fiscalía. Ahora se definirá de nuevo en manos de quién seguirán. “Me acusan sin pruebas ni testigos”, se ha defendido y alegado persecución política.
Desde su lugar de embajador –cargo del cual saldrá el 23 de este mes, luego de que se destapara el escándalo que lo enfrentó a su antigua coequipera y que les significó a ambos abandonar el Gobierno–, ya había dado señales de su habitual espíritu pendenciero. En su cuenta en Twitter les había dicho a los nuevos ministros que dejaran de portarse como una “brigada de recreacionistas”; había afirmado que Petro lo estaba haciendo bien pero “el gobierno mal”; que Juan Guaidó “siempre le había parecido un pendejo” (lo que le implicó una posterior disculpa), y un largo etcétera.
Esto era lo que se veía de puertas para afuera, lo interno vendría a saberse después, con los audios revelados por la revista Semana. Su inconformidad por el espacio político que estaba teniendo en un proyecto que sentía que había ayudado a formar. “Ustedes me maltrataron como una mierda y eso no se le hace a Benedetti”, dijo en uno de los audios. “Qué tal que diga quién fue el que puso la plata aquí en la Costa”, insistía, al referirse al ingreso de quince mil millones de pesos a la campaña. “Yo salgo y cuento todo lo que sé, que sé bastante para acabar con el mundo”.
“En un acto de debilidad y tristeza me dejé llevar por la rabia y el trago”, se explicó Benedetti días después. Justificaciones que no reducen un centímetro la necesidad de que lo dicho sea investigado, en medio de voces que han traído a colación lo vivido en el proceso 8.000. Mucho tiene que decir ahora Benedetti. Aunque hoy afronta el eslabón más complicado de su carrera, no es posible decir que vaya a ser el último: al fin y al cabo un político de sus características puede tener más vidas de las que cualquiera llegue a imaginar. De hecho ya ha quemado unas cuantas.