El azote del riesgo asociado al incremento de casos, de hospitales saturados por Covid-19 y de muertes parece un vuelta a la casilla de salida. Regresa la pesadilla del aumento de la incidencia en Europa y de nuevas variantes como ómicron. Sin embargo, por mucho que la deriva mutante del virus ponga en duda la efectividad de las vacunas, existe un bagaje inmunitario individual y poblacional que ha cambiado irremediablemente el nivel de daños que el SARS-CoV-2 nos puede causar, a cada uno de nosotros y a la sociedad en su conjunto. Así lo reseñó 20minutos.
Las principales vacunas actuales frente al SARS-CoV-2 están diseñadas para generar inmunidad adaptativa frente a la proteína de superficie del virus. Esta inmunidad toma la forma de una gran variedad de clones de linfocitos B y sus correspondientes anticuerpos, así como de linfocitos T. Sin embargo, va más allá de los anticuerpos neutralizantes que previenen que el virus entre en nuestras células. Que este sistema falle a la hora de prevenir la infección no es el fin del mundo.
Carecer de anticuerpos neutralizantes efectivos no implica que otros anticuerpos puedan tener otras funciones. Una función, por ejemplo, es cooperar en la identificación de células infectadas y ayudar a su destrucción. Estos sirven a modo de banderas que nuestro sistema inmunitario pone sobre las células infectadas para ser detectadas y atacadas por otras células como las células natural killer (NK), neutrófilos, monocitos y macrófagos.
Además, los linfocitos T son capaces de reconocer fragmentos de proteínas presentados en las células infectadas a través de los complejos mayores de histocompatibilidad de tipo I (MHC-I). Por eso, tener un buen repertorio de linfocitos T permitirá la destrucción selectiva de las células infectadas.
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