La reestructuración ordenada en la Policía Nacional puede ser una oportunidad de oro para corregir más de diez años de vicios, pero hasta el momento no hay señales que justifiquen algún optimismo
El 11 de octubre, la vicepresidenta ejecutiva Delcy Rodríguez emitió una resolución mediante la cual se otorga un lapso de seis meses para finalizar la reestructuración de la Policía Nacional Bolivariana.
Para el mes pasado, el Ejecutivo ya debía haber entregado el nuevo organigrama del principal cuerpo de policía preventiva del país, tomando en cuenta que el proceso fue iniciado en abril por decreto presidencial, vigente hasta la segunda semana de octubre.
Una de las razones para explicar este retraso fue el cambio del titular en Relaciones Interiores y Justicia, en agosto. Es claro que el nuevo ministro, el almirante en jefe Remigio Ceballos, no estaba empapado sobre los detalles de un proceso que él debía conducir, toda vez que este funcionario encabeza la denominada “comisión reestructuradora”.
Pero ese no es el problema de fondo. Lo que más preocupa es el control del principal cuerpo civil armado del país. Aunque su pie de fuerza ha disminuido considerablemente −como ha ocurrido en las demás agencias preventivas−, es probable que actualmente supere los 20 000 hombres.
Desde su fundación en 2009 este cuerpo fue colocado como ejemplo de lo que debía ser el “nuevo modelo policial”, con uniformados que privilegiaran las tácticas de prevención, prestando más atención a la resolución de problemas, en un trabajo de proximidad con las comunidades. Mientras tanto, la represión a los delincuentes quedaría bajo la responsabilidad del Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas.
La primera deformación con clara intención política fue introducida por el presidente del momento, Hugo Chávez, cuando promovió un cambio a la Ley del Servicio de Policía, con el único propósito de conferir un apellido a ese cuerpo: Bolivariana.
Este cambio, que algunos podrían ver como cosmético, generó suspicacias entre los expertos de la extinta Comisión Nacional para la Reforma Policial (Conarepol). Por ejemplo, el criminólogo Luis Gerardo Gabaldón se preguntaba cuál sería el trato que los agentes de la PNB darían a esa mayoría de la población que no comulga con lo “bolivariano”.
Desde entonces, la PNB, y por efecto de imitación el resto de las policías preventivas, han sido sometidas a continuas deformas. Por ejemplo, un servicio que se supone de carácter civil ha sido comandado desde sus albores por generales activos de la Guardia Nacional. La Inspectoría interna también es conducida por un oficial de ese mismo componente militar, aunque en “reserva activa”.
Según el proyecto inicial, la condición civil y hasta cierto punto “neutral” de esta policía debía ser acompañada por ciertos simbolismos, que iban desde el atuendo hasta los lemas utilizados. Pero, de la noche a la mañana, el uniforme azul (inspirado por cierto en el de la Policía Nacional de Nicaragua) fue cambiado por uno semejante al de los grupos tácticos urbanos, y mientras tanto las minutas eran finalizadas con la frase: “Leales siempre, traidores nunca”, a la que también acuden en la Fuerza Armada.
Otra deformidad importante fue introducida en 2017, con la creación de la Fuerza de Acciones Especiales (FAES), que en sus cuatro años de existencia acumuló más de doce mil muertes, y se constituyó en lo que el criminólogo y abogado Fermín Mármol García describió como “una policía dentro de la policía”, con funcionarios que no estaban sujetos a la cadena de mando institucional.
El gobierno de Maduro se convenció de que los FAES podrían afrontar el desafío planteado por las megabandas, y que en teatros de conflicto también podrían complementar a las unidades similares de la FANB. En este último aspecto, lo sucedido en marzo en La Victoria (Apure) fue debut y despedida al mismo tiempo, cuando estos agentes fueron señalados por una masacre que suscitó profundo rechazo popular.
FAES se convirtió en un lastre tan pesado para el régimen, que no pudieron esperar a que la comisión de reestructuración entregara sus recomendaciones finales. En esto, la exigencia de la alta comisionada para los DD. HH. de la ONU, Michele Bachelet, jugó un rol fundamental. De un plumazo, ordenaron el desmantelamiento de las células que tenían dispersas en casi todo el país, y los funcionarios fueron reasignados a otras unidades. Ahora, se llama como era hace cuatro años: Uote.
También se ha desdibujado la especificidad de los servicios policiales, a través de las llamadas “habilitaciones”, según las cuales los cuerpos preventivos tienen permiso del MRI para incorporar direcciones de investigaciones penales en sus estructuras. Del otro lado, la policía judicial, que se supone debería enfocar sus escasos recursos en las investigaciones de los delitos, desarrolla labores de entidades preventivas, por ejemplo, cuando adelanta campañas para la orientación de los compradores que utilizan el Facebook Marketplace o para evitar el maltrato animal. Esta mezcla de funciones fue caracterizada por Mármol como un “bochinche institucional”.
Cabría preguntarse entonces por qué el Ejecutivo ordena una nueva estructura para la Policía Nacional, cuando lo que existe ya es el resultado de sus propias decisiones.
En un conversatorio sobre reformas policiales efectuado en octubre, el ex viceministro de Seguridad de Costa Rica, Max Loria, observó que los procesos de reforma policial carecen de sentido si no son el producto de discusiones abiertas con todos los sectores de la sociedad, lo cual solo es posible en una verdadera democracia.
Esto no quiere decir que otros tipos de regímenes estén impedidos de implantar cambios en sus aparatos de seguridad. De hecho, los llevan a cabo. En el caso de la PNB hay algunas pistas sobre lo que realmente se intenta lograr. El decreto publicado el 13 de abril establece que este proceso tiene como objetivo fundamental “la irrupción definitiva del nuevo Estado popular y revolucionario”.
Al enmarcar la iniciativa en este propósito, el resultado podrá ser de todo menos una policía que ajuste sus actuaciones al debido principio de imparcialidad.
De continuar así, los cambios implantados a la PNB no serían muy notables con respecto a lo que ya existe. Las quejas de las comunidades hacia la actuación de los uniformados de este cuerpo son permanentes, y apuntan básicamente a la implicación en distintas formas de delito. La extorsión o matraqueo es lo más frecuente, pero también son conocidos casos de robos, secuestros y tráfico de drogas. A tal punto que la PNB ha perdido uno de sus activos más valiosos, como es la confianza de las comunidades.
La última encuesta Latinobarómetro, divulgada en octubre, sintetiza esta situación: los venezolanos son los que han manifestado el menor nivel de confianza en sus cuerpos policiales, con solo 13 %. En otras palabras, el 87 % restante expresa algún grado de recelo hacia los uniformados. Desde luego, la PNB no es la única responsable de estos resultados, pero sí es uno de los más importantes, pues el propio régimen la erigió en el principal ejemplo de su modelo de policía. Por cierto, en ese trabajo de campo otros regímenes afines como los de Nicaragua y Bolivia también obtuvieron resultados por debajo de la media latinoamericana, que fue de 36 %. Lo de Nicaragua es notable, pues refleja un acelerado descreimiento hacia un modelo policial que alguna vez fue visto como expresión de cierta solidez institucional.
En abril del año entrante, la comisión reestructuradora de la PNB encabezada por el ministro de Relaciones Interiores entregará sus propuestas, y con toda seguridad se insertarán algunos cambios en la Ley Orgánica del Servicio de Policía y del Cuerpo de Policía Nacional Bolivariana.
Según Mármol, un “signo positivo” sería que el Gobierno lance una amplia convocatoria a los sectores del país que investigan y analizan el quehacer policial. En su criterio, todavía hay tiempo para involucrar a académicos, expertos y representantes de organizaciones no gubernamentales.
Pero, hasta el momento, nada de eso ha ocurrido.
Breves
√ Varias acciones ha emprendido el gobierno de Maduro con el propósito de lograr un “control de daños”, que en cierta forma desvirtúe los graves señalamientos vertidos en el expediente Venezuela I, instruido por la fiscalía ante la Corte Penal Internacional. Las ampliaciones y refacciones adelantadas en varios centros para presos de conciencia, como por ejemplo Ramo Verde y Contrainteligencia Militar de Boleíta, son quizá las más evidentes. Pero no son las únicas. Se debe recordar que en mayo Maduro decretó el desalojo de las instalaciones del Servicio Bolivariano de Inteligencia (Sebin) y de la propia Dgcim, y asignó la vigilancia de sus detenidos al ministerio para Servicio Penitenciario. Esta orden no fue cumplida en el plazo fijado de un mes, como suele suceder, por la propia inoperancia del Ejecutivo. Pero, según fuentes ligadas a la policía política, en octubre un representante del ministerio de prisiones se acercó al Helicoide para coordinar el nuevo régimen.
Además, el retén de máxima seguridad, conocido como La Tumba, fue desalojado casi por completo. De hecho, se han producido traslados desde diversos centros, para disminuir el hacinamiento.
A pesar de todo, el Gobierno aún mantiene tras las rejas a numerosas personas por el simple hecho de que han disentido, protestado o militado en la oposición. Un ejemplo claro es el del periodista Roland Carreño. Y son cientos más. En el plano normativo, una reforma a la ley procesal penal incorporó varias disposiciones que, por lo menos en la letra, posibilitan a los numerosos exilados cursar desde la distancia sus denuncias sobre presuntas violaciones a derechos fundamentales. Otra reforma restringió el fuero militar, para que los juzgados castrenses no puedan enjuiciar a civiles. Y ahora también se plantea eliminar la posibilidad de que los cuerpos de inteligencia actúen como auxiliares de policía judicial. Todo esto forma parte de la reacción de los operadores del oficialismo ante una amenaza real y tangible, como es un proceso ante la CPI. Por ende, no es el producto de un acto sincero de contrición o arrepentimiento.
√ El lunes 8 de noviembre hubo intensos enfrentamientos durante una incursión de agentes de la policía judicial, con apoyo de la Guardia Nacional y de la Policía Nacional, en San Juan de las Galdonas, estado Sucre. En esa jornada fue reportada la muerte de Gilberto Malony Hernández, alias Malony, un individuo que figuraba en la lista de los “más buscados”… pero del estado Guárico. Este hombre de 37 años de edad dio sus primeros pasos en el mundo del delito como lugarteniente de José Tovar Colina, alias Picure, líder de la megabanda conocida como Tren del Llano. Con la muerte de Tovar, en mayo de 2016, Malony se independizó. Ya entonces era solicitado por homicidio, robo y porte ilícito de armas.
El hecho de que mudara sus operaciones desde el centro del país a esa remota población en Paria no es fortuito. Sucre es un territorio en disputa.
En una economía deprimida como la de Venezuela, quien controle esas playas tendrá acceso a las ganancias por tráfico de drogas hacia el Caribe oriental, traslado de emigrantes y metales preciosos a Trinidad, y el contrabando de mercancías desde esa isla. Esa situación ha potenciado los peligros para la navegación, al punto en que la Organización Nacional de Salvamento (ONSA) advirtió que todas esas costas son de “alto riesgo”. Son aguas infestadas de piratas, que incluso han trasladado a tierra firme a pescadores trinitarios secuestrados mientras faenaban. En este contexto, la banda de Malony ni siquiera era la más temible. Según informes de cuerpos de seguridad, hay en Sucre por lo menos ocho grandes organizaciones, plenamente identificadas. Son Los Sindicalistas, los grupos del Neno, Zacarías, Cane, Pilo, Puyín, Nandu y los llamados Piratas Bajos. Los que operan en el sur de la península ya pasaron de la extorsión al secuestro, con un caso verificado en octubre. La eliminación de Malony dejará el campo abierto para que la plaza sea tomada por otra organización.
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