A casi 30 años de aquellos juicios que consideraban jodida a Venezuela en 1992, los venezolanos viven una tragedia que jamás nadie pensó pudiera ocurrir
Diez años después de cuando «leía a Tolstoi, Balzac, Flaubert» y se ganaba la vida como periodista, en aquella París donde latía el mar de fondo que resquebrajó la sociedad francesa, en mayo de 1968, era natural que el entonces joven escritor Mario Vargas Llosa estampara expresiones de rebeldía juvenil, contestatarias y efectistas, en la narrativa de sus maravillosas ficciones.
Eran propias de los agitados días de «Dani el Rojo» y del «prohibido prohibir» en que vivía. Así que no resultó extraño que fuera a parar en boca de Zavalita, protagonista de su novela Conversación en la catedral, aquella desesperada y valiente pregunta: «¿En qué momento se había jodido el Perú?».
Era Zavalita un periodista sumido en su perplejidad por la ruina moral e institucional de su nación. El hombre que se interrogaba con tal coraje debido a la situación impuesta por el «clima de cinismo, apatía, resignación y podredumbre moral» que abatía el Perú.
Se vivían los tiempos sombríos del régimen dictatorial del general Manuel Apolinario Odría, cundido de impunidad y corrupción, entre 1948 y 1956; materia prima de esa creación literaria de Vargas Llosa.
La pregunta se repitió
Desconozco si autor alguno habría puesto con anterioridad en blanco y negro tan bizarra pregunta aplicada a su país. Pero la curiosidad y mis años me han enterado que, en adelante, después de que lo hiciera Vargas Llosa, de vez en vez, alguien con más o menos ingenio la ha desempolvado en América Latina.
Algunos la han usado pretendiendo estremecer la opinión pública con algún artículo de opinión e incluso académico. Otros la han esgrimido deseando escarbar con más fuerza sobre el principio de determinados momentos de las agudas crisis en los países latinoamericanos. Todos parecieran coincidir en un modo de conectar intereses de impacto publicitario editorial y político con el imperativo de ir al comienzo de los grandes problemas actuales de estas sociedades.
De estos esfuerzos editoriales, uno muy destacado, en enero de 1990, fue el encabezado por el colombiano Plinio Apuleyo Mendoza, en una obra colectiva titulada: ¿En qué momento se jodió Colombia? La iniciativa intelectual encaraba el origen de los días dramáticos de la desgarrada Colombia de los carros-bomba, asesinatos y secuestros de periodistas y dirigentes políticos; la Colombia de la guerra a muerte entre los cárteles de Medellín y Cali y contra el Estado; de la narcoguerrilla, los paracos y Pablo Escobar, de la diáspora de millones de los colombianos más pobres hacia Venezuela escupidos por el hambre y la violencia. Acicateados por la impactante pregunta, los autores discurrieron buscando respuesta en el pretérito de su patria y tributando explicaciones a los orígenes del drama que la estremecía.
Cinco meses más tarde, en mayo, vio la luz otra iniciativa editorial colectiva, con el antropólogo Luis Guillermo Lumbreras al frente, bajo el título: ¿En qué momento se jodió el Perú? Ya no en el Perú de la dictadura de los años cincuenta que estimuló la ficción de Vargas Llosa, sino en el del terrorismo de Sendero Luminoso y el Movimiento Revolucionario Tupac Amaru; el de la nación impactada por la hiperinflación que desató el populismo aprista de Alan García y los agobios de la deuda externa que le abrieron cauce a la dictadura Fujimorista. Un ejercicio similar al de sus pares colombianos de búsqueda del punto de partida de la crisis que abatía su país.
Y no tardó en hacerse por acá
El aliento de la pregunta malsonante y corajuda pareció una moda que también brotó en abril de 1992 bajo el título: ¿Cuándo se jodió Venezuela? El nuevo empeño editorial fue igualmente un esfuerzo colectivo de intelectuales y políticos venezolanos liderado por el historiador Ramón J. Velázquez, quien poco después sería presidente de la república en sustitución del destituido Carlos Andrés Pérez.
El objetivo de la obra era el mismo: ubicar el nacimiento de la crisis por la cual atravesaban los venezolanos en aquel momento. Venezuela sufría todavía los rigores del Viernes Negro del 18 de febrero de 1983, que había esfumado la «ilusión de armonía» creada por la renta petrolera; la paz social había sido sacudida en sus cimientos por el Caracazo» del 27 de febrero de 1989. El orgullo de ser la «democracia más estable de Latinoamérica» estaba roto por la frustrada felonía militar del 4 de febrero de 1992 encabezada por Hugo Chávez.
El uso de la pregunta era, de entrada, la admisión de que en esos momentos, o desde mucho tiempo atrás, estos países estaban jodidos. Algo que no era difícil pensar en aquellos días, pues como sabemos, era la década de los ochenta, llamada no sin razón la «década pérdida» de América Latina. La expresión se asocia a la ruina del continente producto del estallido de la crisis de la deuda externa que gangrenó toda la economía latinoamericana, con sus inevitables dramas sociales y sus insólitos avatares políticos cargados de violencia. Ello resintió la visión sobre la viabilidad de estas naciones.
Todo era percibido negativamente, sin aparente remedio. Jodido, pues. El futuro era oscuro. Fue por eso que muchos intelectuales, historiadores o no, comenzaron a buscar explicaciones en tiempos anteriores; labor que derivó en tantas versiones como incursiones se hicieron sobre la historia para calmar las angustias generadas por el abismo en el cual se había caído.
Las sombras asediaban
Pero el viaje al pasado también lo hicieron múltiples políticos populistas y regresaron cargados de explicaciones deformadas de lo sucedido, exageradas con afán deliberadamente destructivo y con soluciones inviables en términos del proyecto económico para los males que se padecían. Y desastrosas para la vida institucional.
Venezuela fue el peor de los ejemplos. Al «glorioso» pasado se le construyeron antagonismos en el presente. Así se fabricaron antihéroes: entre otros, al Centauro José Antonio Páez lo hicieron villano y al demócrata Rómulo Betancourt lo llamaron traidor vendido al Imperio. Se revivió la religión bolivariana con juramento en el «samán de Guerra» incluido, emulando el «juramento del Monte Sacro» con la divina trinidad bolivariana del «árbol de las tres raíces» de Bolívar, Rodríguez y Zamora.
Se dictaron sentencias de muerte sobre supuestas decisiones históricas erróneas. La división de la Gran Colombia, por ejemplo, se tuvo como el punto de partida de la desintegración latinoamericana; el pacto de Puntofijo fue convertido en un pacto de demonios oligarcas y el ajuste económico de CAP en el paquete neoliberal fuente de hambre y pobreza.
Todo debía ser condenado, abolido, acabado, desaparecido de la faz de la tierra. Fue impuesta la idea de revertir cuanto existía bajo el argumento de haber desviado un presunto curso del progreso trazado por el Libertador Simón Bolívar y al cual la oligarquía habría traicionado.
Junto con muchos otros ejemplos, se fueron construyendo versiones interesadas de personajes y hechos. Una historia deformada, ajustada estrictamente al cálculo político.
Argumentos distorsionados de la historia nacional sirvieron sin escrúpulos a la sed de poder de Hugo Chávez. Se fue montando un nuevo sistema de referentes, basado en una torpe y mediocre relectura de la historia, para desarrollar un andamiaje discursivo perverso que culminará en una doctrina a favor del proyecto hegemónico llamado inicialmente bolivariano y luego socialismo del siglo XXI.
Un aparato ideológico legitimador de la alteración de los fundamentos de la identificación nacional existente hasta 1999 para acabar la memoria y la conciencia histórica del país.
¿Estábamos jodidos?
Al cabo de casi treinta años de aquellos juicios que consideraban jodida a Venezuela en 1992, los venezolanos viven una tragedia que jamás nadie pensó pudiera ocurrir. El recuerdo de esos días, a la luz de lo que hoy se sufre la nación, ha sido resumido en una frase cursi al uso: «éramos felices y no lo sabíamos», harto repetida.
Si algo se ha demostrado al menos en los últimos cinco años es que siempre se puede estar peor. El país padece una situación calamitosa igual o peor a la de cualquier país en una cruenta guerra. Enfrenta al peor gobierno de su historia, el más incapaz, indolente y ladrón.
El único régimen capaz de destruir, en menos de un quinquenio, la inmensa industria petrolera nacional –otrora orgullo de todos–, de empobrecer en un tris al 90 % de la población y de echar del territorio nacional a siete millones de personas, una quinta parte de la población total.
No hay crisis comparable en toda América Latina. Venezuela, hace treinta años el país más rico y estable del continente que la intelectualidad identificaba como un «país jodido», se ha somalizado a merced de una pandilla de saqueadores del tesoro nacional. No es algo que no se sepa ni que el mundo entero desconozca.
Hace mucho Venezuela no es un país normal, en el que cualquier evento político-electoral transcurría sin mayores anomalías y el comportamiento democrático y republicano era la norma. Eso tampoco es materia desconocida.
Sin embargo, alarma cómo la dirigencia política, que ha tenido bajo su responsabilidad la conducción de la oposición en estos últimos años, desconoce el deseo general de unidad e insiste en asumir su participación en electoral como si estuviéramos en situación de normalidad.
Vemos con angustia cómo el ansiado regreso a la ruta electoral, después de años de desquiciada e irresponsable abstención, se pretende hacer sin explicaciones a la gente, desconociendo el interés general y en claro menosprecio al esfuerzo ciudadano de lucha y sacrificio hecho ininterrumpidamente por más de veinte años.
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