Feliz cumpleaños, Caracas. Es bueno estar de vuelta para celebrarlo contigo. Te quiero
Es algo paradójico, lo sé. Siempre me he considerado un espécimen completamente urbano. Un zoon politikon, pero no en el sentido aristotélico original. No por político, sino por habitante de una polis. No soy como esas criaturas acuáticas que pueden nadar con tranquilidad en aguas dulces y saladas. Sin embargo, casi todo lo que va de mi vida transcurrió en un estuario. En un punto donde ambas aguas se mezclan. En una zona gris. En los cerros del extremo sureste de Caracas, donde no hay edificios altos, ni avenidas anchas, ni centros comerciales entretenidos ni nada típicamente considerado como urbano. “Narnia”, lo llamaban jocosamente mis amigos. Yo mismo pensaba en el Erebor de Tolkien, la Montaña Solitaria dominada por un dragón. Como parte del municipio Baruta y más allá del desolado peaje de Hoyo de la Puerta, técnicamente seguía siendo Caracas. Pero por todo lo anterior, de alguna manera no lo era. Vivía en la ciudad y al mismo tiempo no. Una rara dialéctica hegeliana cuya síntesis nunca he tenido clara. Eso sí, no tengo ningún complejo con haberme criado por esos cerros. Al contrario, tengo hermosos recuerdos de pinos, perezas y noches silenciosas.
Pero Caracas, la ciudad en su verdadera esencia, siempre fue mi pasión y objeto de deseo. El valle citadino, visto por los ojos de un niño ilusionado desde la atalaya de su monte. Tan cerca pero tan lejos. Hasta que el niño se volvió adulto, aprendió a manejar y pudo ir al encuentro de su amante primera, sin pedirle a mamá o a papá (cualquiera que conozca la zona sabrá que el transporte público es muy limitado). Esos fueron los años dorados del romance, con toda la emoción que implica un amor consumado luego de tanta espera ansiosa.
No me importaba que me dijeran que Caracas, como el resto del país, no era ni la sombra de lo que fue antes.
Que no fuera esa Caracas donde rumbear hasta las 3:00 a. m. no era visto como un peligro, adonde Soda Stereo iba para presentarse en el Centro Comercial Mata de Coco, donde el Metro era un lugar para robustecer la cultura cívica en vez de dejarla atrás, en el andén, como novia herida. Y la razón no era que yo pensara que todo eso fuera mentira. Es un hecho. Pero igual no me importaba, porque esa no fue la Caracas que me tocó vivir, sino la de hoy y los últimos años; y como yo no tengo la máquina de H. G. Wells para regresar al pasado, tampoco iba a desaprovechar lo que sí estaba hoy a mi disposición.
Fue así como me volví un habitué del Trasnocho Cultural, de los Galpones de Los Chorros, de la Sala Cabrujas, del Ateneo, de la Concha Acústica de Bello Monte, etc. No me encerré en el este de la ciudad. Por lo menos una vez al mes, daba un paseo a pie por el centro. Normalmente partía del Parque Los Caobos rumbo al oeste por la av. Universidad, hasta los alrededores del Capitolio. Pero también me aventuraba hacia el Panteón Nacional, a las ventas de libros bajo el elevado de la av. Fuerzas Armadas, al Museo de Arte Contemporáneo que para mí siempre llevará el nombre de Sofía Ímber, a los teatros Nacional y Municipal, entre otros rincones. Todas estas cosas a veces las hacía con amigos, y a veces solo. Porque, como entona Anthony Kiedis en Under the Bridge: At least I have her love, the city, she loves me.
Hasta que… Llegaron la separación y el extrañamiento. Me fui de Caracas a la ciudad de ciudades, caput mundi. Nueva York. Si, para un adicto a la vida cultural, la caraqueña es un “tripeo” comedido, la neoyorquina es una sobredosis instantánea. Quien se pierde en sus avenidas infinitas todo el tiempo está embargado por la sensación agridulce de no tener ni en toda una vida el tiempo, ni el dinero, para consumir todo lo que la ciudad del Hudson ofrece. Siempre se acababa el fin de semana (único lapso recreativo para el estudiante) sin haber podido ver un montaje teatral off-off-Broadway, una nueva galería de arte en Brooklyn o una función de medianoche en el célebre Blue Note Jazz Club. Amé Nueva York todo ese tiempo y la sigo amando… Pero siempre añoré mi hogar. No solo a mi familia y amigos. También los sitios de Caracas que adoro. Su verdor eterno y la impresión de estar en una jungla exuberante pero domesticada, cosa particularmente ajena a las selvas de concreto de los países templados, sobre todo en invierno. Y su luz tropikal (sí, con “k”, como diría Diego Rísquez) bañándolo todo.
Para el nostálgico, “volver” es sinónimo de “abrazar” y el más hermoso de los verbos. Bello, como el final de la película homónima de Pedro Almodóvar.
Para hablar de mi regreso, no pienso evocar los verbos de Pérez Bonalde porque sería un lugar común, pese a su calidad. El trayecto en sí mismo fue una verdadera odisea, marcada por un taxi al aeropuerto que nunca llegó a la que acababa de dejar de ser mi casa (¡gracias, Metro de Nueva York, por operar todos los días a toda hora!), tener que cargar solo con algo que era más mudanza que equipaje, la obtención de una prueba PCR negativa cuyos resultados cumplieran con los absurdamente ajustados requisitos cronológicos de Maiquetía y otras dificultades. Pero finalmente aquí estaba, de vuelta a mi Ítaca caribeña.
Desde entonces, he vuelto a gozar de ella como en los viejos tiempos. He disfrutado de montajes de Beckett, Ionesco y Gustavo Ott en el Trasnocho. He visto pinturas de Jacobo Borges en la Galería Freites. He comido churros en las callecitas de El Hatillo y tomado café en la Hacienda La Trinidad. He saboreado diversos rones de esta tierra que los hace sin igual y que tanto escasean en Nueva York, donde lo quisqueyano y boricua domina el mercado de licores caribeños. Por si fuera poco, he podido hacer todo esto junto a una compañera que no es la propia Caracas, sino alguien de carne y hueso a quien he aprendido a querer sin ninguna templanza. Hasta en eso me recompensó la sultana del Ávila por regresar a sus brazos.
Y esa no fue la única novedad. La Caracas a la que volví no es exactamente igual a la que dejé en 2018, acaso el año más catastrófico que Venezuela ha vivido como nación independiente. El desabastecimiento se esfumó junto con los controles de precio que lo originaron. Lo mismo ocurrió por ende con las colas interminables en supermercados y los revendedores. El dólar fluye por todas partes y hasta los buhoneros en el Metro lo aceptan (aunque francamente, considerando la escasez de efectivo, no sé quién tendrá la osadía de cambiar al pequeño y verde Washington por un Cri-Cri). Varios negocios en todos los ramos han cerrado, por desgracia, pero uno no ve la desolación total que cabría esperar de una crisis en empeoramiento constante. Hay emprendimientos nuevos. Y no, me niego a asumir que todos y cada uno de ellos son propiedad de la nueva oligarquía eléctrica, entre otras muchas razones porque varios de ellos son de familiares, amigos y conocidos por cuya honradez y falta de vínculos con el régimen meto mano en fuego.
No pretendo que este artículo sea una oda al conformismo mediocre. Aunque menos que el resto del país, Caracas está mal. Muy mal. Nunca ha dejado de estarlo en los últimos 22 años y varios de sus problemas son incluso anteriores. Para quien pretenda restringirse a la opulencia de bodegones y nuevos restaurantes, las imágenes de la Cota 905 fueron un balde de agua fría. Es imposible pretender del todo que uno está en Monte Carlo cuando a pocos kilómetros hay una zona que más bien parece Afganistán. Aparte, por razones morales no debemos entregarnos al materialismo exclusivo de un puñado de urbanizaciones. No quiero vivir, en palabras de Rubén Blades, en una ciudad plástica, de corazón de oropel y gente que perdió por comodidad su razón de ser y su libertad.
Estas inquietudes metafísicas y existenciales me llevan a recordarle al amigo lector que, además, Caracas es una ciudad a la que pretenden cambiarle su propia esencia para hacerla más afín a los intereses de quienes la tienen en este deplorable estado. Le quieren arrancar sus raíces como capital de una república donde el mestizaje de su gente es elemento unificador, para así encender hogueras de resentimiento racial que mantengan a la sociedad polarizada. Cambiarle el nombre a la principal arteria vial de la ciudad es el gesto más reciente en esa dirección.
Hablando de Francisco Fajardo y de la fundación de la ciudad, no he dicho por qué hoy esta columna dedicada a temas políticos está siendo ocupada casi en su entereza por narraciones y reflexiones más bien privadas. Es que Caracas cumple años el domingo 25 de julio. Aunque no soy ni remotamente el único, quise poner de mi parte con la celebración de su aniversario. Para ello, solo puedo ofrecerle este tributo con mis afectos de ayer y hoy, así como el recordatorio de que hay que luchar por recuperarla a ella y a todo el país. Pero mientras se cumple el objetivo, el mejor regalo que podemos darle es, reflexivamente, recibir lo que ella pese a todo todavía nos da. Seamos agradecidos y reconozcamos el esfuerzo que el organismo entero hace por darle a cada una de sus células algo de sosiego y placer.
Feliz cumpleaños, Caracas. Es bueno estar de vuelta para celebrarlo contigo. Te quiero.
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